Junto al paso de peatones, a la espera del cambio de semáforo, un niño pequeño revisa las tostaricas de un paquetito de papel de plata que su madre le ofrece. Como hacían mis hijos, rebusca la galleta impresa con su dibujo favorito, y desecha todas las demás. Con los niños, como en el País de las Maravillas, hay 364 días al año excepcionales, y cada uno de ellos hay que celebrar su no cumpleaños. Criar hijos es maravilloso, pero también extenuante. Observo a las madres jóvenes a ratos agotadas y a ratos irritadas por el movimiento continuo de sus bebés, sin saber todavía que esa sensación de no llegar a todo ya será permanente. Trabajarán a fondo día y noche para construir las condiciones de una vida que, por lo demás, funcionará con sus propias reglas. Y así tiene que ser.
Nadie puede contarte cómo será tener un hijo. En general
decimos tonterías, tópicos que se pueden leer en cualquier sitio. Como en los
percentiles, al principio las metas parecen tan imposibles que se dosifican por
semanas, luego por meses y por fin por años, o incluso por etapas escolares.
Del pecho al chupete, de los mocos al habla, del arenero a la lectura. Todo
diferente e igual a todos. Y que estudien, o tal vez no, y que trabajen, o tal
vez no. Que salgan fuera, ojalá solo si lo desean. Que vuelvan, si quieren, o
que no dejen tu casa. Cualquier camino es posible, ninguno es fácil.
Los niños son artículo de lujo en una tierra que está
abonada al envejecimiento. Llevamos décadas desayunando con estadísticas en
negativo, así que nos consolamos con el aumento de la esperanza de vida, o con
matices como que en una provincia nazcan cinco más que en la otra. Detalles que
nos mantienen entretenidos, pero no cambian lo sustancial, porque esto ya no va
de pueblos contra ciudades. Recuerdo hace ya años a una experta demógrafa muy
sonriente, que vino a decir que las proyecciones no iban a cambiar, pero que
igual había que tomárselo de otra manera. Por entonces sonó a frivolidad,
aunque quizás fue sincera.
El otro día el INE refrescaba datos, con los nacimientos muy
lejos de las defunciones. Significativo es que casi la mitad de los niños nazcan
de madres que no están casadas, que 36 sea la edad más habitual y que muchas
superen los cuarenta. Cifras que prueban que es una decisión complicada y
meditada durante años: aunque quieras, no siempre puedes. También apuntan los
datos que la edad media del primer hijo es inferior a la edad del matrimonio; la
familia tradicional es una fórmula más, pero un hijo ya no es el resultado de
dos anillos entrelazados en un árbol genealógico. Con todas estas derivas, los
niños que finalmente nacen quizás no sean tan pocos: pese a las enormes
complicaciones de la crianza, pese a no contar con el apoyo de una pareja,
muchas mujeres tienen un hijo. Cabría preguntarse si, más que la maternidad, lo
que está en crisis es la pareja, la confianza en que perduren lazos a largo
plazo, que hace preferible para parte de las mujeres criar un hijo en
solitario. Si sumamos las separaciones, el cambio del modelo es enorme.
Estas son las condiciones en las que crecen hoy los niños y
en las que han de ser acompañados y atendidos. No solo multiplicando plazas de
escuelas infantiles, que bien están, sino a lo largo del tiempo. Qué mejor
medida de natalidad que la flexibilidad laboral, o un alquiler bajo y durante
al menos ¿veinte años? A algunos les parece poco tiempo adquirir una plaza de
garaje para cincuenta años, pero por lo visto un hijo se ventila con tres, o
diez a lo sumo.
Frívola no era esa señora que vino a decirnos que abriéramos
de una vez los ojos y dejáramos de reescribir peñazos sobre repoblación como si
estuviéramos en la Reconquista. Frívolos son esos que pretenden que tengamos
hijos para que paguen nuestras pensiones y nos atiendan en la residencia, como
si calcularas la progenie en función de las obradas a cosechar. Todos nos
acordamos de cuando nuestro colegio estaba abierto y había cuarenta niños en el
aula. Son pensamientos nostálgicos que nos acompañan en las tertulias de las
tardes de invierno, pero el pasado ya no está aquí, y además todos hemos
trabajado para que las cosas cambien y, en muchos otros aspectos, mejoren.
En lugar de empeñarse en repetir soluciones para un mundo que
ya no existe, a lo mejor habría que pedir a nuestros políticos que empezaran a
decir en voz alta lo que ya todos los del ‘baby boom’ nos decimos en voz baja,
como si solo nosotros viéramos al fantasma: qué pensiones tendremos, a qué
tendremos que renunciar, quién nos cuidará, cómo podrán participar en esta
tierra los que vengan de fuera, o si habrá empresas competentes capaces de
retener a nuestros hijos y nietos. Así, para empezar. Porque para que los niños
se atrevan a asomar la cabeza han de poder crecer risueños y seguros,
preocupados solo de elegir su tostarica preferida, no de pagarnos las
pensiones.
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