viernes, 31 de julio de 2009

Las vacaciones y las croquetas

El otro día vi de pasada un debate en la tele de esos que llaman “refrescantes”, es decir, para rellenar las parrillas veraniegas, sobre un tema supongo que candente para algunos: cómo ligar. Lo raro era que, para asesorar a los espectadores, en lugar de llevar a un gigoló o gigolá con un rosario de corazones rotos a sus espaldas (obviamente un emparejado de largo recorrido poco tiene que contar, al menos en público) habían llevado a un psicólogo. En los últimos años, cuando no se sabe muy bien quién es el especialista de algo, en vez de consultar con el párroco, que era lo que se solía antiguamente, se busca en las páginas amarillas un psicólogo, que de paso hace publicidad de su consulta, aunque para ello se vea obligado a contar unas cuantas chorradas y tópicos sin fin. Por cierto, creo que sus compañeros más sensatos deberían comenzar a otorgar premios limón o similares, para avergonzar a estos individuos públicamente.

En fin, un filón continuo para los medios de comunicación en verano, además de cómo sortear a los cacos, de los golpes de calor y la salmonela, es qué se debe hacer en las vacaciones, asunto en el que al parecer estos psicólogos de bolsillo son los máximos expertos. Eso de que las vacaciones están para no hacer nada o hacer más bien poco está completamente pasado. Cada vez se hila más fino: ya no basta con salir a la playa, a la montaña o a los eriales de la meseta. Decir que has consumido los treinta días de permiso haciendo el vago al borde de una playa o de la piscina es casi someterse al escarnio público, salvo que utilices como justificación de semejante aburrimiento lo pequeños que son los niños. Así que la gente lo adorna un poco: que si estuvo haciendo parapente, que si aprovechó para instalar él solito las antenas de la TDT a toda la comarca, que si madrugaba a las cinco y corría no sé cuántos kilómetros antes de que los alemanes sacaran la tumbona a la playa, que si ha hecho ayuno y la dieta de la sandía pochola, que si se ha leído libracos de mil y pico páginas sobre los intríngulis vaticanos. “Ya sabes, es que no sé estar sin hacer nada”, dicen, y en realidad esa disculpa es su mayor orgullo.

Esta especie de calvinismo de todo a cien está muy extendido, y yo me pregunto, casi por eliminación, si alguien puede hacer algo bien si no sabe “hacer nada” de vez en cuando, especialmente cuando pasas once meses al año haciendo lo contrario. Es curioso que los padres no consigamos que los hijos hagan las tareas ni a tiros y que luego, con tantos años de ¿sabiduría? a nuestras espaldas adultas, no seamos capaces de vivir sin una lista de cosas pendientes por hacer.

Lo malo de las tareas que mandan estos nuevos guías espirituales es que son etéreas e inabarcables, tal que así: “escucha tus necesidades y deja respirar a tu yo interior”; “comparte con los otros tus sentimientos y emociones”. Mensajes así bloquean a cualquiera, y no digamos el último punto que siempre incluyen estos decálogos del verano fetén, el jorobante “y vuelva a casa unos días antes para ir adaptándose a la rutina”. Rutina a la que, si intentas seguir los pasos anteriores, llegarás totalmente deprimido, cabreado o ambas cosas, por tu garrafal incapacidad para seguir tan elevadas pautas.
En todo tiempo, y especialmente en tiempos de crisis, tener que aprovechar los días de vacaciones como si fuera restos del cocido para hacer croquetas, me parece tristísimo y super cansino. Yo llevo despilfarradas casi tres semanas, lo digo por si el psicólogo ese de la tele me quiere imponer alguna penitencia.

lunes, 20 de julio de 2009

El verano pisuergano

Antes de vivir aquí mi prototipo de vallisoletano era alguien más bien pijo que llevaba barbour en invierno y naúticos en verano, un señorito a caballo entre la calle Santiago y el Sardinero. Ahora que el barbour se ha devaluado y los naúticos apenas se usan más allá de la cubierta del Fortuna, lo único que me queda de mis prejuicios es lo del Sardinero, y he de decir a mi favor que en eso no me equivoqué demasiado. En Valladolid, Santander es algo así como la salida natural al mar, el que más y el que menos se escapa algún fin de semana, o incluso echa el verano entero, si alguien de la familia compró en tiempos un piso por allí. Para el resto queda la alternativa del tren playero, que te lleva hasta el Sardinero y te trae en el mismo día. Cuando aquí uno comenta a otro que “en el norte hace fatal” se refiere casi en exclusiva a Santander, Santillana, San Vicente de la Barquera y demás, y digo Santander y no Cantabria porque el término autonómico, pese a los esfuerzos de Revilla, no ha calado entre los vallisoletanos. Viviendo aquí te das cuenta del rastro que dejaron esos mapas de Castilla La Vieja en los que los límites de nuestra región se extendían hasta el Cantábrico.

Por supuesto que, como en todas partes, hay vallisoletanos que se van a la Manga, al Peloponeso y donde sea, pero lo de Santander es del terruño, como también lo es para los de Palencia, o como Asturias es la escapatoria de los de León. Entre el norte, y los pueblos, la ciudad se queda barrida en verano. Un fin de semana de calor pisuergano, sin sierra cerca para enfriar la noche, es aplastante. Los que no tienen otra se van a las Moreras, donde hay una especie de playita de arena artificial pegada al río, a la que aquí llaman “la playa”, con la misma naturalidad que nosotros llamamos “el mar” al embalse de los jardines de La Granja. La soledad del estío vallisoletano me dejó al principio un poco descolocada. En Segovia también emigra la gente, pero los turistas son un relevo constante que da pulso a la ciudad. Si sumas eso a que de golpe muchos miles de trabajadores tienen vacaciones, el vacío es total. Además, conozco a poquísimos vallisoletanos huérfanos de pueblo, así que los fines de semana desde mediados de julio hasta mediados de agosto no hay ni coches. La única cola que he tenido que hacer en los últimos días es la de Iborra, una heladería de toda la vida que está en el centro.

Aunque contemplo todas estas aficiones de los nativos con aristocrática distancia -sigo siendo urbanita hasta los tuétanos y tampoco me veo superando el maratón del tren playero- con los años he comprobado que voy relajando mi nivel de exigencias, casi todas tontas y reemplazables, y quién sabe si algún día me sumo. Por el momento sigo prefiriendo matar el tiempo del verano en Segovia, en una terraza a la sombra de la Plaza Mayor, sin mayor estímulo ni aventura que las incursiones de los gurriatos en las miguitas del pincho de tortilla. Eso sí que son vacaciones.

viernes, 10 de julio de 2009

Somos 8.628, más o menos

Hace pocos días leí en este periódico que éramos 8.628 los segovianos que residíamos en Valladolid. Me parecieron muchos, porque apenas tengo noticias de un puñado: unos cuantos taxistas, un par de vecinos, la consejera de Agricultura, algún funcionario. Sé dónde está el Centro Segoviano, pero nunca he entrado a tomar un chato. En realidad, tampoco conozco a mucha gente cien por cien Valladolid, la ciudad ha crecido lo bastante como para que se vaya diluyendo la procedencia de sus vecinos, para poder mandar ese tipo de identidades de cartón a la porra, cosa que me parece bastante saludable.

Sólo me doy cuenta de que nací en otra parte cuando alguien me pregunta: “Ah, ¿de Segovia? ¿pero de Segovia-Segovia? Qué ciudad tan preciooosa... Y la gente es muy simpática, mejor que los de Valladolid, que son unos cazos…”. Esa es una respuesta clásica cuando dices que eres segoviana, y lo curioso es que esas críticas al carácter pucelano suelen provenir de un pucelano con pedigrí, que por lo visto no se siente concernido por esos típicos comportamientos provinciales. Pero vamos, es que en Segovia es lo mismo, te juntas con cuatro de la tierra y ya están hablando sobre lo antipáticos que son en los comercios, de que no saludan ni los primos carnales por Fernández Ladreda o de que ya no quedan camareros de los de antes… y así.
No sé si es la idiosincrasia castellana la que nos lleva a poner a parir a nuestros paisanos, realmente no sé si hay algún pueblo del mundo que se miró al espejo y se encontró, como Narciso, bello. Supongo que un poco de autocrítica no está mal, pero no tanta, que a este paso vamos a desmontar las estrategias turísticas. Siempre será mejor “Castilla y León, gente maja”, que “Castilla y León, tierra de bordes”. Además, lo de “majo” lo tenemos por vocablo presuntamente segoviano, y me gusta, porque no implica calificación moral alguna: “majo”, según se mire, puede ser cualquiera.

Por lo que sé, en Valladolid, como en Segovia, hay gente que se apunta a las cofradías y otra que se manifiesta en pelotas a favor del cicloturismo (incluso puede que alguno participe en ambas cosas); gente que se cuela en la cola del súper y otra que te cede la vez cuando ve que tus niños patalean; tipos ordinarios y otros extraordinarios. Lo mismo. Lo que no tiene Valladolid es Acueducto, pero a cambio está el Corte Inglés, que tiene la ventaja de que es calentito en invierno y fresco en verano.