El otro día vi de pasada un debate en la tele de esos que llaman “refrescantes”, es decir, para rellenar las parrillas veraniegas, sobre un tema supongo que candente para algunos: cómo ligar. Lo raro era que, para asesorar a los espectadores, en lugar de llevar a un gigoló o gigolá con un rosario de corazones rotos a sus espaldas (obviamente un emparejado de largo recorrido poco tiene que contar, al menos en público) habían llevado a un psicólogo. En los últimos años, cuando no se sabe muy bien quién es el especialista de algo, en vez de consultar con el párroco, que era lo que se solía antiguamente, se busca en las páginas amarillas un psicólogo, que de paso hace publicidad de su consulta, aunque para ello se vea obligado a contar unas cuantas chorradas y tópicos sin fin. Por cierto, creo que sus compañeros más sensatos deberían comenzar a otorgar premios limón o similares, para avergonzar a estos individuos públicamente.
En fin, un filón continuo para los medios de comunicación en verano, además de cómo sortear a los cacos, de los golpes de calor y la salmonela, es qué se debe hacer en las vacaciones, asunto en el que al parecer estos psicólogos de bolsillo son los máximos expertos. Eso de que las vacaciones están para no hacer nada o hacer más bien poco está completamente pasado. Cada vez se hila más fino: ya no basta con salir a la playa, a la montaña o a los eriales de la meseta. Decir que has consumido los treinta días de permiso haciendo el vago al borde de una playa o de la piscina es casi someterse al escarnio público, salvo que utilices como justificación de semejante aburrimiento lo pequeños que son los niños. Así que la gente lo adorna un poco: que si estuvo haciendo parapente, que si aprovechó para instalar él solito las antenas de la TDT a toda la comarca, que si madrugaba a las cinco y corría no sé cuántos kilómetros antes de que los alemanes sacaran la tumbona a la playa, que si ha hecho ayuno y la dieta de la sandía pochola, que si se ha leído libracos de mil y pico páginas sobre los intríngulis vaticanos. “Ya sabes, es que no sé estar sin hacer nada”, dicen, y en realidad esa disculpa es su mayor orgullo.
Esta especie de calvinismo de todo a cien está muy extendido, y yo me pregunto, casi por eliminación, si alguien puede hacer algo bien si no sabe “hacer nada” de vez en cuando, especialmente cuando pasas once meses al año haciendo lo contrario. Es curioso que los padres no consigamos que los hijos hagan las tareas ni a tiros y que luego, con tantos años de ¿sabiduría? a nuestras espaldas adultas, no seamos capaces de vivir sin una lista de cosas pendientes por hacer.
Lo malo de las tareas que mandan estos nuevos guías espirituales es que son etéreas e inabarcables, tal que así: “escucha tus necesidades y deja respirar a tu yo interior”; “comparte con los otros tus sentimientos y emociones”. Mensajes así bloquean a cualquiera, y no digamos el último punto que siempre incluyen estos decálogos del verano fetén, el jorobante “y vuelva a casa unos días antes para ir adaptándose a la rutina”. Rutina a la que, si intentas seguir los pasos anteriores, llegarás totalmente deprimido, cabreado o ambas cosas, por tu garrafal incapacidad para seguir tan elevadas pautas.
En todo tiempo, y especialmente en tiempos de crisis, tener que aprovechar los días de vacaciones como si fuera restos del cocido para hacer croquetas, me parece tristísimo y super cansino. Yo llevo despilfarradas casi tres semanas, lo digo por si el psicólogo ese de la tele me quiere imponer alguna penitencia.
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