lunes, 20 de julio de 2009

El verano pisuergano

Antes de vivir aquí mi prototipo de vallisoletano era alguien más bien pijo que llevaba barbour en invierno y naúticos en verano, un señorito a caballo entre la calle Santiago y el Sardinero. Ahora que el barbour se ha devaluado y los naúticos apenas se usan más allá de la cubierta del Fortuna, lo único que me queda de mis prejuicios es lo del Sardinero, y he de decir a mi favor que en eso no me equivoqué demasiado. En Valladolid, Santander es algo así como la salida natural al mar, el que más y el que menos se escapa algún fin de semana, o incluso echa el verano entero, si alguien de la familia compró en tiempos un piso por allí. Para el resto queda la alternativa del tren playero, que te lleva hasta el Sardinero y te trae en el mismo día. Cuando aquí uno comenta a otro que “en el norte hace fatal” se refiere casi en exclusiva a Santander, Santillana, San Vicente de la Barquera y demás, y digo Santander y no Cantabria porque el término autonómico, pese a los esfuerzos de Revilla, no ha calado entre los vallisoletanos. Viviendo aquí te das cuenta del rastro que dejaron esos mapas de Castilla La Vieja en los que los límites de nuestra región se extendían hasta el Cantábrico.

Por supuesto que, como en todas partes, hay vallisoletanos que se van a la Manga, al Peloponeso y donde sea, pero lo de Santander es del terruño, como también lo es para los de Palencia, o como Asturias es la escapatoria de los de León. Entre el norte, y los pueblos, la ciudad se queda barrida en verano. Un fin de semana de calor pisuergano, sin sierra cerca para enfriar la noche, es aplastante. Los que no tienen otra se van a las Moreras, donde hay una especie de playita de arena artificial pegada al río, a la que aquí llaman “la playa”, con la misma naturalidad que nosotros llamamos “el mar” al embalse de los jardines de La Granja. La soledad del estío vallisoletano me dejó al principio un poco descolocada. En Segovia también emigra la gente, pero los turistas son un relevo constante que da pulso a la ciudad. Si sumas eso a que de golpe muchos miles de trabajadores tienen vacaciones, el vacío es total. Además, conozco a poquísimos vallisoletanos huérfanos de pueblo, así que los fines de semana desde mediados de julio hasta mediados de agosto no hay ni coches. La única cola que he tenido que hacer en los últimos días es la de Iborra, una heladería de toda la vida que está en el centro.

Aunque contemplo todas estas aficiones de los nativos con aristocrática distancia -sigo siendo urbanita hasta los tuétanos y tampoco me veo superando el maratón del tren playero- con los años he comprobado que voy relajando mi nivel de exigencias, casi todas tontas y reemplazables, y quién sabe si algún día me sumo. Por el momento sigo prefiriendo matar el tiempo del verano en Segovia, en una terraza a la sombra de la Plaza Mayor, sin mayor estímulo ni aventura que las incursiones de los gurriatos en las miguitas del pincho de tortilla. Eso sí que son vacaciones.

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