martes, 22 de noviembre de 2011

Delito y lacra

Consultemos el siempre útil diccionario. Veamos qué dice de la palabra “lacra”: “Secuela o señal de una enfermedad o achaque. Vicio físico o moral que marca a quien lo tiene”. Comprendido. Leamos qué es un “delito”: “Culpa, crimen, quebrantamiento de la ley. Acción u omisión voluntaria, castigada por la ley con pena grave”. 
Ahora pregunto: ¿qué es la violencia de género (contra la mujer, contra la novia, contra la madre)? ¿qué es la violencia que se ejerce contra otro más débil? Que sea una secuela o señal de una enfermedad o achaque o un vicio que marca a quien lo tiene, no a quien lo padece ¿tiene algún sentido? De nuevo vuelve el día contra la violencia de género y de nuevo escucho declaraciones huecas hablando de “esta lacra”. Como si fuera una plaga de langosta o una epidemia de gripe, como si nadie fuera responsable de ella. Pues sí que hay culpables, con nombres y apellidos. Culpables de un delito muy grave.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Un vulgar voto cautivo

Antes de comer, hago la compra y veo al candidato, muy elegante con su traje gris y su cara de preocupación. Iba a darle mi apoyo y decirle que yo sí creo que hay políticos decentes, pero se escabulle por la cola rápida con un paquete de pistachos y una barra de pan. Pienso que hoy va a comer muy mal, y también que no tiene tiempo que perder: está en plena campaña de caza de votos. 

Él no lo sabe, pero la señora de la cesta, o sea yo, le voto. Valgo poco, lo que vale mi triste voto cautivo. Porque soy de esa mayoría irrelevante que vota siempre más o menos lo mismo, no sé si por creencia o por costumbre. Podríamos decir que voto en conciencia, porque mi conciencia no me permite votar otra cosa; sólo en casos muy muy extremos, de flagrante delito, podría no votar, pero poco más.

Entiendan que en mi caso la campaña electoral es tiempo muerto. Los “míos” no hablan para mí, hablan para esos ¿un millón, dos millones? de españoles volátiles, ese grupo selecto en los que piensan cuando deciden poner al candidato de perfil o de frente, con jersey rosita o azul, con media sonrisa o mirando al infinito.

Vivo las victorias de mi partido como fracasos, porque nunca me satisfacen del todo. Cuando hablan me parece que lo hacen para esos amores de última hora que pretenden, y cuando gobiernan para no molestar a los que no les votaron. Pero si fracasan no sé por qué vivo la derrota como propia. Sin embargo, salga el resultado que salga, sólo un lelo o un malintencionado podría concluir que España se ha vuelto en un día más de izquierdas o más de derechas por ello. Son esos votos decisivos, que no arrastran el lastre de la pertenencia, los que deciden que hay que cambiar de terreno de juego.

A veces me dan un poco de envidia los requeridos votantes volátiles. ¿Por qué son tan libres y ufanos? ¿será cuestión de genética? Pero también el cautiverio tiene ventajas, como los buenos ratos que pasas criticando los errores del partido “enemigo”. E incluso cuando toca perder, prefieres llorar con tu equipo que bailar la conga en la sede de los de enfrente. Estas y otras incongruencias padecemos el 80 por ciento de los votantes españoles, los del voto cautivo. Y a mucha honra.


miércoles, 9 de noviembre de 2011

Muchos saben que van a pasar frío

El día está oscuro y me levanto pensando que tiene que haber mucha más gente en Valladolid que en Segovia que sabe de antemano que este invierno va a pasar frío. No sólo porque sea más grande la ciudad, sino porque cuando he tenido que buscar piso para alquilar en muchos de los que se ofrecían no había calefacción colectiva. Tenían placas que acumulaban calor por la noche, tenían caldera individual de gasoil, tenían incluso un par de radiadores eléctricos y “dos ventanas por las que da el sol todo el día, no se pasa nada de frío, de verdad”. Como a veces una deduce cosas que luego no son consulto estadísticas, y ahí está: en Segovia ciudad el 44 por ciento de los hogares tiene calefacción colectiva, y en Valladolid, sólo el 27 por ciento.

Pienso un poco más, busco más datos. Por ejemplo, las 33.000 viviendas construidas en esta ciudad en los años sesenta, cuando Valladolid crecía a golpe de migración interna y del desarrollo de la industria del motor. Por entonces se hicieron miles de pisitos de cuatro y cinco plantas en barrios obreros como La Rondilla y Delicias, sin sótanos ni garajes, sin ascensores, sin jardines entre medias –eran los tiempos en los que la “riqueza” era la densidad de población– y sin calefacción, o a lo sumo, con la cocina económica para dar un calentón a la casa y cocinar a la vez.

Seguro que, cuarenta años atrás, estas viviendas les satisficieron a las jóvenes familias de obreros que tenían toda la vida por delante. Pero la arquitectura es un testamento a largo plazo, y en aquellas casas hoy viven esos obreros, pero ya abuelos, o han sido compradas o alquiladas por nuevas familias que no podían pagar pisos nuevos. Las estufas de butano o la cocina bilbaína, como la llaman por aquí, a partir de los noventa fueron siendo sustituidas en muchas por el gas natural. Pero lo de la individualidad ya no hay quien lo modifique y eso, en crisis, significa frío. Frío individual para estas barriadas obreras, para las heladoras y húmedas casas del centro, y también para los cientos de adosados que se construyeron en los tiempos de la “prosperidad” en los alrededores de Valladolid, y que para calentar en condiciones tendrías que gastarte por lo menos el salario mínimo interprofesional cada dos meses.

Además de en parados, ganamos a Europa en el porcentaje de calefacción individual, a pesar de que es menos eficaz y más costosa. Otra vez curioso ¿no? A lo mejor usted escuchó como yo a algún rey de la selva aquello de que “así la pongo y la quito cuando quiero. ¿Por qué va a estar encendida cuando yo estoy trabajando fuera todo el día, para que se calienten los vecinos?”. No era cuestión advertir por entonces a Tarzán que tal vez, sólo tal vez, podría llegar el día en el que él mismo no trabajara, no fuera fuerte, no fuera independiente para entrar y salir cuando le apeteciera.

Yo, así de pronto, lanzo mi demanda electoral: no quiero pantalla LED, ni cafetera de cápsulas, ni un sillón con reposapiés. Quiero que lo que se construya hoy tenga sentido dentro de cuarenta años. Por casi seguro que por entonces nos tocará alguna que otra crisis, y me gustaría que no hubiera que tomar cada día la dolorosa decisión de encender o no encender la caldera.




jueves, 3 de noviembre de 2011

El sobre sorpresa

Hace unas semanas hubo en Valladolid una feria de coleccionismo, y me compré este sobre. Cuando era pequeña los vendían en los puestos de las “carameleras”; me suena que costaban 5 ó 10 pesetas. Bastantes veces caí en la tentación de comprar uno, porque los dibujos de la cubierta eran muy bonitos. El contenido casi siempre me decepcionaba, eran piezas diminutas de plástico monocolor, que en nada se parecían a lo que anunciaba el sobre.

He sentido lo mismo que entonces abriendo esta “sorpresa” frutera, que contenía ocho ¿pimientos? ¿calabacines? y dos cestos desmontados. Observo que me gusta más el sobre sin abrir que abierto. Leo la vuelta: “No tires este sobre. Envía 10 sobre vacíos diferentes y te enviarán un magnífico regalo”. Creo que nunca me había fijado en ese detalle, tal vez porque cuando era niña no valoraba tanto como ahora la belleza del sobre, que seguramente tiraba nada más abrirlo.

Pienso en las cosas que tienen mejor pinta cerradas que abiertas. Claro que también podría cumplirse la ley a la inversa: cosas que parecen peor de lo que en realidad son. Lo segundo me parece más estimulante.