lunes, 18 de septiembre de 2023

Los lunes en San Nicolás

Cada vez es más difícil encontrar abierta la puerta de un templo, pero hoy y todos los lunes puedes entrar en San Nicolás. De niña, raro era el templo en el que no había un sacerdote con la luz encendida en el confesionario, o un sacristán reponiendo los cirios. En Segovia, San Nicolás estaba al lado de casa. En Valladolid tienen su imagen, que me pilla lejos para cumplimentar las tres semanas seguidas de plegarias. Digo yo que el santo no exigirá el mismo rigor en el cumplimiento al que vive cerca que al que vive lejos, al que es joven que al que le cuesta andar. No sería justo, y la justicia, si en algún sitio es algo más que un concepto, ha de ser en el Cielo.

Contra el rezo obligatorio que era la misa del domingo, las caminatas eran -son- una plegaria voluntaria para sobrellevar la semana. Las personas, sobre todo mujeres, que ocupan los bancos ya no son mis padres, ni mis tíos, ni mis vecinos de entonces. Otros han tomado el relevo, y yo misma ya no desentono. A la vuelta de las estampas, se especifican unos rezos para lograr la gracia. No se trata de una transacción comercial, ni de una lámpara maravillosa. Con el tiempo, entiendes que la gracia que esperas es saber esperar, o más bien esperar de la manera correcta. Por eso hay tanta gente que hace de las caminatas una costumbre.

Cuando comenzaron mis dudas de fe alguien me dijo que no se podía ser católica para una cosa y no para la otra, solo para asegurarte la salvación. Con el tiempo aprendes a desconfiar de los que deciden quién es y quién no digno de entrar en su credo, partido o grupo. Hay una frase que se repite en misa, que se nos libre de toda perturbación, algo imposible, porque estar vivo es estar sometido a perturbación permanente, como el cielo a anticiclones y borrascas. La salvación que más nos acongoja es no tener el oxígeno suficiente para cada día, el paraíso queda demasiado lejos. Quizás soy una católica vaga. Lo bueno de la iglesia es que, como en casa de una madre, sales y entras cuando el corazón te lo pide, pierdes el curso y regresas en septiembre o, después de una larga pandemia, apareces una mañana de septiembre, sin que nadie te pida cuentas. Una libertad que agradezco, y que permite perseverar en la fe, por muy pequeña y atípica que sea. Pero como dice la parábola, no hay fe mayor que un granito de mostaza, así que pocos están facultados para dar lecciones sobre lo que es verdadero, y menos aún con solemnidad. Poco puede demostrarse sobre la fe. Hay una frase fantástica de un estadístico, W.E. Deming: “Yo creo en Dios, los demás que me traigan datos”.

Percibo como los ateos, o con más intensidad aún, los errores -algunos terribles- y contradicciones de mi iglesia, que es la católica porque nací aquí, porque mi vida estuvo entremezclada desde su nacimiento con ella. Me gustaría, por ejemplo, que uno de los primeros mandamientos fuera pagar los impuestos que te corresponden, porque el principal es amar al prójimo como a ti mismo. El Evangelio deja claro que si tienes dos túnicas le des una a otro, en los tiempos en los que tener una túnica era como tener un piso; qué decir de los que tienen cinco pisos, digo túnicas. Aunque el Evangelio está repleto de frases que señalan a los pobres como los elegidos, el discurso del Papa molesta mucho a algunos que se nombraron elegidos por su cuenta, que no entienden bien eso de que el primero tiene que ser el servidor de todos.

Todo muta, y también la Iglesia. A mí me gustaría que sus puertas estuvieran abiertas como cuando era niña, pero entonces en la parroquia había un par de sacerdotes, varias misas, sacristanes y feligreses en abundancia. Las mujeres salían en zapatillas de casa para dar el relevo a la capillita de la Milagrosa, que iba de casa en casa. Ahora, los curas ofician hasta la extenuación, y sacerdotes jóvenes, en su mayoría de otros países, son los únicos que toman el relevo. Es una iglesia nueva y da igual que nos aferremos al incienso del pasado, porque hoy donde crecen los creyentes no es en este país, ni siquiera en este continente, cuya curia tendrá que acostumbrarse a escuchar al resto y sentenciar menos.

Por encima de las luchas de poder, la fe, pequeña y misteriosa, seguirá su camino. En estos tiempos de oscuridad en los que el premio de consolación es el de los perdedores, se acaba de publicar un libro muy bonito de Michael Ignatieff sobre el valor del consuelo. La desesperación y la esperanza de nuestros antepasados, tantas veces sostenida por la fe, “nos demuestran que no estamos solos, y que nunca lo hemos estado”, señala el autor. Por miedo, por costumbre, por necesidad… porque sí, la oración que ayudó a nuestros padres bien puede acompañarnos ahora.

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