lunes, 18 de diciembre de 2023

El cesto de Navidad

Antes que Ana de las tejas verdes, Lucy Montgomery escribió El cesto de la tía Cirila, un cuento de navidad. Como Ana, su personaje más famoso, Lucy era huérfana de madre, y su padre emigró y la dejó siendo un bebé en casa de sus abuelos. Una vida austera, en la que su imaginación, la lectura y los estudios, en los que avanzó rápidamente, fueron su salvavidas. Se especializó en Literatura, trabajó de maestra y en un par de periódicos, y, tras el fallecimiento de su abuela, formó su propia familia, con un pastor presbiteriano.


Desde su publicación, en 1908, la historia de Ana, criada por un par de ancianos en un lugar hermoso y perdido, pelirroja y parlanchina, un bicho raro y puro en medio del corsé de la “normalidad”, fue un éxito. Lucy escribió después varias entregas más de Tejas Verdes, además de numerosas novelas, relatos y poemas. Lo que escribió antes de Ana casi no se cita. Entre esas páginas está El cesto de la tía Cirila, uno de los cuentos que más veces leí a mis hijos cuando eran pequeños.

La protagonista es Lucy Rose, una adolescente que tiene que viajar en tren a ver a unos parientes con su tía Cirila, con la que vive en un pueblo, justo el día antes de Navidad. La chica está avergonzada porque su tía se obceca en ir a la ciudad con una canasta vieja, bien repleta con todo lo que obtiene de su propia granja: mermeladas, manzanas, pastelillos de carne, gelatina, un pollo asado, crema de leche, ciruelas en conserva… hasta pañuelitos bordados y ramos de flores. ¿Cómo ir de visita con las manos vacías? Con el capazo y con su sobrina, roja como un tomate, subió Cirila al tren. Y en esto que un temporal bloquea las vías, y hay que pasar la Nochebuena en un vagón con un grupo de desconocidos en medio de la nada… Y entonces el cesto que abochornaba a Lucy, porque dejaba a las claras su procedencia en unos tiempos en lo que lo del pueblo era algo caduco, se convierte en algo mucho más valioso. El cuento está por ahí, en internet, si quieren saber cómo termina. 

Seguro que la autora del cuento sintió como su protagonista vergüenza por cosas que hacían sus mayores. ¿Quién no ha sentido eso y ha querido ir 25 pasos por delante de su madre, o de su abuelo? ¿Quién no ha renegado de llevarse una bolsa de rosquillas o un táper de croquetas? ¿Y quién no ha echado de menos luego esos remedios mágicos y ese apoyo incondicional? Pero para todos hay un momento de epifanía, como para Lucy fue ese tren, en el que tienes que recurrir a esa mochila de provisiones y cariño para seguir adelante. Y, como en todo buen relato navideño, está presente la fraternidad: la satisfacción de dar a los otros, sean manzanas, palabras o tiempo.

Hay algo inocente y, para los ásperos de la meseta, hasta blandengue, en los cuentos de Navidad. Hasta un escritor de pobres como Dickens es benevolente y permite al usurero Scrooge redimirse, tras toda una vida de crueldad y de haber sembrado la desgracia en muchos de sus deudores. Capra directamente se agencia un ángel para evitar el suicidio de George. Hasta Paul Auster admite que un ladronzuelo comparta la comida de Pascua con una anciana solitaria que le confunde con su nieto. Decía Buñuel que lo que más le sorprendía de los americanos era su ingenuidad. Aquí, en vez de Qué bello es vivir, rodamos Plácido. Da miedo arrojarse a la esperanza, pero solo desde la ingenuidad se acaricia el milagro.

La Navidad no es un estado, sino un fogonazo, como la estrella de la que habla San Mateo, y que hoy hubiera sido imposible distinguir, deslucida por la marabunta de luces Led repartidas por Valladolid. Decimos “Feliz Navidad” cuando muy pocos piensan ya en el niño de Belén, pero tampoco es una mentira. Decimos “Feliz Navidad” cuando podríamos decir “sé que estás ahí, y que no es fácil, que te vaya lo mejor posible”. Lo podríamos decir el día 25, o quizás un mes después, o en el mes de julio. Pero preferimos no abusar de cariñosos, y hacer como si nada los 364 días restantes.

La Navidad es una marca tan potente que, pese a los envites, no es solo en esa cosa hortera y ruidosa que aparece por la televisión. La vida pública es más tonta que la privada, como apuntaba Chesterton. De puertas para dentro, pocas fechas están más cargadas de significado y nos conectan más con lo que somos, con lo que fuimos, con los que están y los que ya no. Todos esos a quienes amamos y que cargaron nuestro canasto de las mejores provisiones, las que no se compran con dinero. 


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