En las mesas aguantan grupos de chicas –las pijas, extrañamente seguras de sí mismas; las raritas y tímidas, sintiéndose fuera de sitio; las que parecen anodinas y les dio por ponerse un piercing a fin de curso y todavía tienen la nariz enrojecida –, casi todas vestidas con pantalones muy cortos y cabellos muy largos. Una se lamenta de las compañeras de clase que tiene, “que son todas unas chonis”, y comenta sus escasas posibilidades de ligue “porque la mitad de los chicos son gais y la otra mitad más tontos que una piedra y no se puede hablar de nada con ellos”.
Un grupo con ellas y ellos comparte hamburguesas de a 1 euro y sopesan cuánto bebió no sé quién la noche anterior, que por cierto tenía 100 euros y no invitó a nadie, y también se preguntan si no se cuál se meterá algo, porque comenzó a hacer musculación hace un año y está ya como el capitán América. Entregados a contar anécdotas, por un momento se olvidan de esos cuerpos que les limitan y persiguen, que parece que no acaban nunca de poner en su sitio, como si dentro de los gigantones en los que se han convertido resistieran acobardados los niños que fueron hace bien poco.
Mientras hablan de si estudiarán ciencias ambientales, nutrición o criminología, según, lo único que realmente les apetece es enamorarse y colgar uno más de los candados que decenas de parejas vallisoletanas enganchan a la valla del puente del Museo de la Ciencia, tirando después la llave sobre el Pisuerga. Ya lo hicieron Salo y Eli, Roberto y Belén, Sara y Dori, Solete y Lunita, Eli y Casper, Cookies y Pimpim, Manuel y André… Nada original, de acuerdo, pero a ellos las promesas de amor eterno les deben de sonar a nuevo. El otro día leí en la puerta de un baño de la piscina una frase bien tierna: “No puedo olvidarme de ti, porque cuando empiezo a olvidarte me olvido de que te tengo que olvidar”. La mismita que decoraba la puerta de otro baño, en el instituto Andrés Laguna, hace casi ¡treinta años!
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