Mi abuelo Juan abandonó Salmoral con poco más de diez años, para no volver más. Acompañaba en busca de fortuna a su padre, que era como él pelliquero, tratante de pieles y sebos, una actividad que por entonces ocupaba a buena parte del pueblo salmantino. Es tarde para saber por qué paró en Moralzarzal, en el lado madrileño del Guadarrama, y cómo conoció a mi abuela, a su vez nieta de un vasco carlista, eso contaba, que escapó por patas de Balmaseda. El caso es que acabaron viviendo en Segovia, donde criaron a mi madre y a cuatro hijos más, mientras fuera se sucedían república, guerra, dictadura y democracia. Mi abuelo por las tardes comía un poco de jamón y un mendrugo, y hacía mil solitarios sobre la mesa de la cocina, repartiendo lentamente las cartas. A finales de los setenta ya se hablaba mucho de los catalanes y los vascos, que él tenía en buen concepto, porque eran trabajadores y echados para adelante. Poco más comentario sobre un proceso por entonces germinal. Tampoco creo que mis otros abuelos, asentados igualmente en la capital, pero nacidos en pueblecitos de Segovia, dedicaran un segundo a pensar en cuestiones identitarias. Mi abuela Angelita guardaba un manteo de segoviana en un arcón, que nunca vi, y mucho menos puesto. No le escuché entonar una sola jota. Se hablaba lo justo, como si hubiera que economizar también en palabras, como si expresar alegría pudiera ser una falta de respeto para el que al lado lo pasa mal. Visto hoy, quizás eso forme parte de esa antigua identidad castellana, que algunos llaman austeridad y rectitud y otros antipatía y tristeza. De hecho, la primera vez que me dijeron “cómo sois los castellanos” fue en Madrid, sospecho que más por lo borde que por lo austera.
Si hoy viniera un marciano y tuviera que explicarle qué es
una comunidad autónoma no empezaría por el carácter, ni por las jotas, ni por
fenotipo alguno, que ya sabemos desde Lombroso que de poco sirve tratar de
clasificar a los buenos y a los malos por la forma del cráneo o el Rh. Diría
que, en este trozo del mundo, que se llama España, hubo que encontrar una
fórmula para organizarnos, que algunas partes lo tenían muy claro desde el
principio y en el resto pesó la historia, pero también el azar. Y que igual
podíamos haber sido once, sumando a Logroño y Santander, como se dijo en aquel
Villalar histórico que juntó a 200.000 personas, u ocho o siete, si León o Segovia
se hubieran descolgado en el último momento. O menos todavía, como ahora parece
que cada provincia, a su forma, reclama, porque nadie da un paso adelante por
la unidad, que es siempre costosa y exige renuncias. Pesar, medir y repartir
esas renuncias entre las 9, con racionalidad, sin recurrir al victimismo
permanente de que la culpa de todo lo mío es tuya, veneno que tiene a nuestro
país como un patatal. Pero también sin creer que por estar en el centro
geográfico se merece todo, porque eso ya lo saben y aprovechan las empresas, y
las administraciones están para hacer otras cosas.
A mí la pelea por la identidad me ha resultado siempre una
pesadez. Se es lo que se es, sin ninguna premeditación, y los que presumen de
pura cepa que sepan que la evolución, que es sabia, se encarga de extinguirlos.
Y si hay que hacer pedagogía para que seas otro al que ya eres, conmigo que no
cuenten, me resistiré con uñas y dientes. Y además en esta tierra se nos da
fatal, como puede comprobarse cada vez que se aproxima el 23 de abril. Villalar,
cuando fue electrizante, no era solo el día de la Comunidad, sino también la
oportunidad de expresarse con total libertad tras la oscura Dictadura. Siempre
ha arrastrado tensiones, siempre se ha caminado por el filo. Algunos sienten
que la carpa les pertenece en exclusiva, y otros se arriman con cara de susto, deseando
que pase el trago. Parece que se quiere y no se quiere organizar, contradicción
elevada a la enésima potencia en los dos últimos años. Al final, Villalar se
convierte en una excusa para llevarse, si cabe, un poco peor.
Si de verdad ayuda, yo estoy dispuesta a renunciar a Villalar,
y me da igual echar las campanas al vuelo en San Froilán, con León, o en San
Roque, con Salmoral. “Mi patria lo primero, tenga razón o no, es lo mismo que
mi madre lo primero, borracha o sobria”, como replicaba Chesterton a los entusiastas
de menear la bandera. Yo preferiría añadir provincias a restarlas, porque en
las nueve he comido un menú del día y charlado con amigos, y las siento
cercanas, no propias, porque ninguna me pertenece. Pese a los aberrantes, si hay
una virtud bastante común en esa “tierra de en medio” es la conformidad, y no
olvidar nunca, pero nunca, que nadie es más que nadie.
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