Recordaba esta mujer que, cuando podía, metía en una caja lo que recogía en el huerto, o un pollo, o embutidos de la matanza que cada año abastecía la despensa, junto a unas ampollas de vitaminas “que me costaban 300 pesetas”, y mandaba el paquete al internado, para sus hijos. Eso me contaba, y también que ella lo único que esperaba es seguir como estaba, “ir tirando tranquilina” y que si un día pasaba por allí fuera a probar sus empanadillas, que le salían muy ricas. Al final, se disculpaba, “porque ya dice mi marido que hablo mucho y aburro, pero es que paso mucho tiempo sola y cuando puedo, parloteo”.
Me quedé pensando en ese paquete, envuelto en papel de estraza y atado con un cordón bien tieso, y deseé que muchas veces hubiera sido abierto por las manos de sus hijos. Un paquete que a veces olía a embutido y otras a manzanas de reineta, repleto de puñados de castañas y caramelos. Me pregunté si las vitaminas habrían logrado fortalecerles frente a frío y los interminables catarros. Y si a través del correo su madre conseguiría enviarles también un par de ángeles, que batieran las alas sobre sus frentes, en los episodios de fiebre superados en solitario.
Yo creo que la labor de las madres es esa, pelear con infinitos miedos y preparar infinitos paquetes rebosantes de remedios que curen o procuren ahuyentar todos los males que rondan a los hijos. Paquetes con cosas insignificantes que de pronto cobran una gran importancia, porque provienen del amor. Con el amor a los hijos, crece a la vez una fe poderosa, porque necesitas creer que podrás seguir enviándoles esos regalos por toda la eternidad, estén donde estén.
PD. Incluyo una canción obvia, pero muy bonita. La madre de Urrutia debió quedarse la mar de satisfecha con este regalo.
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