domingo, 22 de abril de 2018

La prueba de Gombrich

Cuando E.H. Gombrich terminó los estudios de doctorado, confirmó que no podía ganarse la vida. Ya contaba con ello, porque en los años treinta en Viena había mucho paro, y más, cómo no, en profesiones intelectuales. Después de recorrer sin éxito otros caminos, alguien le ofreció traducir del inglés una historia del mundo para niños. El libro original le pareció tan horrendo que decidió escribirlo él mismo, con ayuda de una buena enciclopedia que tenía en casa. Y lo hizo, a capítulo por día, cuajando un divertido libro que pueden leer los adolescentes, y también los que no lo somos. Gombrich después se convirtió en uno de los más famosos historiadores de arte del mundo, pero siempre fue fiel al espíritu con el que escribió aquel primer y modesto libro: “todo puede expresarse en un lenguaje sencillo que un niño pueda entender”.

Pues bien, en esa historia que Ernesto escribió de una atacada, se recoge la anécdota de un viejo monje budista. El sabio se pregunta por qué todo el mundo está de acuerdo en que es ridículo y penoso que alguien diga de sí mismo: “Soy la persona más lista, más fuerte, más valiente y más dotada del mundo”, pero que, si en vez de decir “soy” dice “somos” y afirma que “nosotros” somos las personas más listas, más fuertes, más valientes y mejor dotadas del mundo, se le aplaude con entusiasmo en su patria y se le llama patriota. “Se puede sentir mucho apego por la patria sin necesidad de afirmar que en el resto del mundo solo vive una chusma inferior”, decía Gombrich.

Él sabía de los monstruos que despertaba exaltar esos sentimientos de orgullo y a la vez de desprecio al resto: observaba con preocupación en esos días el despegue de Hitler. Gombrich, de ascendencia judía, dejó su tierra natal y marchó a Londres antes de que los nazis ocuparan el poder.

Más allá de totalitarismos horrendos, el “nosotros” somos los mejores, y todos nuestras desdichas son culpa de los “otros”, es una cantinela que nunca deja de estar de moda. Porque a lo mejor no hablamos de patria, pero sí de provincia, de pueblo, de ciudad, de partido político, de profesiones, de mujeres y hombres, de jóvenes y mayores, y hasta de colegios, peñas y equipos de fútbol. La ideología por delante de las ideas. Las firmas y los lazos para demostrar que somos buenos ciudadanos, en lugar de directamente serlo, en nuestros actos cotidianos.

Nunca se ha hablado más que ahora de que uno tiene que estar orgulloso de lo que es: orgulloso de ser de un lugar, de tu trabajo, de ser madre, de ser joven o de ser viejo; hasta algunos dicen que están orgullosos de los errores que han cometido y que no cambiarían una coma de su ejemplar existencia. Yo no acabo de entender por qué tengo que estar más orgullosa de ser castellana que de Murcia, de ser mujer y no hombre, o de haber elegido el periodismo en vez de otra carrera, aún sabiendo de antemano que el trabajo iba a escasear. ¿De verdad soy mucho más maja por ser segoviana que una que nació en Valladolid? Sí, claro que suena estúpido, como le advertía aquel monje a Gombrich. Orgullo de vivir en este mundo, y tener consciencia de ello, como cualquier ser humano, eso sí que tengo. Lo demás, paparruchas. Nada íntimo e importante necesita campañas y voceros; no hay pueblos elegidos porque todos estamos perdidos por igual en esta confusión. Gombrich, que amaba el arte por encima de todas las cosas, se negaba a escribir con mayúscula la palabra, “porque arte con mayúscula tiene por esencia ser un fantasma y un ídolo”. Sí, mejor vivir en un mundo de minúsculas. Si acaso conservemos las del nombre de cada cual, sin cargo ni nada.


*Sobre la vida de Gombrich: Lo que nos cuentan las imágenes, conversación con el periodista deDidier Eribon. Publicado en Elba.

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