En EGB, casi todas las tardes leíamos en alto el Senda. Unas compañeras leían el párrafo deprisa, otras se atascaban a la mínima. Al sexto turno, la mitad de la clase dormitaba con los brazos cruzados sobre el pupitre. Me gustaba especialmente “Fiebre para crecer”, de Ramón Nieto, un cuento corto sobre un niño al que atormentaban en el colegio por su baja estatura. Un día cae enfermo, le sube la fiebre y crece unos centímetros, y desea volver cuanto antes a clase, a ver si por fin le dejan en paz. Pero no, allí nadie parece darse cuenta de su avance. Entre lágrimas, el pequeño se resigna a que todo siga igual. Recuerdo bien el impacto que aquella historia y su final, triste y real, nos causó a todas. En los setenta, nadie hablaba de bullying, pero sabíamos mucho de la crueldad de la que otros y nosotras mismas éramos capaces. En cierto sentido, ese relato, contado en voz alta y compartido por toda la clase, creó más conciencia en nosotros que si nos hubieran bombardeado con anuncios sobre el tema un año entero.
Casi todo lo
que sé de lectura lo aprendí esas tardes. Había textos que te aburrían y no
entendías del todo, pero había otras páginas que te dejaban sin respiración,
porque parecían escritas para ti. También aprendí que, cuando forman parte de
una experiencia compartida, alcanzan un nivel distinto, necesario.
No es raro
que con la pandemia y la soledad empeorara el nivel de lectura de los niños, en
esos primeros años no basta con tener en casa la biblioteca más grande del
mundo. Solo, puedes leer muchísimo, pero la compresión lectora, la plena, es
otra cosa. Comprender exige un paso más, ser consciente no solo de lo que está
escrito, -ya sea el Quijote o el Pollo Pepe-, sino también de que el resto no
interpreta lo mismo que tú. Ha tenido que llegar la selva de internet para que
podamos entender que el verdadero milagro de Pentecostés no es volverse
políglota, que ya lo hace el traductor de Google, sino ser capaz de entender
las razones del prójimo.
En esta
Babel electoral en la que cada frase se malinterpreta y se saca de contexto, nuestra
comprensión lectora está por los suelos, mucho peor que la de los niños. Por
fortuna, en la calle somos menos tontos que en internet. Por ejemplo, estos
días en Valladolid se puede ir caminando hasta la Plaza Mayor, y recorrer
tranquilamente la Feria del Libro. Las casetas están repletas de historias y de
ideas de todo tipo, que conviven sin problemas en los mostradores. No hace
falta comprar, si no se puede. Lo importante es ventilarse.
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