A mediodía, cuando la mayoría come y sigue trabajando, o come y da una cabezada, en el supermercado gente solitaria hace la compra. Solo hay cola en el mostrador de los platos preparados, y los empleados aprovechan para reponer de cara a la tarde. Los clientes, casi todas clientas, deambulan por los pasillos casi vacíos, repasando su lista: dos paquetes de leche semi, biscotes de pan, ocho yogures, una lechuga, cuatro sobres de york, una bolsa de manzanas, latas de atún. Alimentación sistemática y obligatoria. Somos pocos y aún nos esquivamos, como en la pandemia, cuando rozar a otro daba descarga eléctrica. A la salida, hay más carros en la caja de pago automático que en la normal.
Hoy puedes hacer la compra, trabajar, pedir una receta,
pagar el seguro del coche y recorrer la ciudad de punta a rabo sin hablar con
nadie. Solo hay un escollo, encontrarte con un vecino y tener que compartir el
ascensor, pero con cierta habilidad hasta eso se evita. Si te apetece hablar,
puedes grabar mensajes, que otros escucharán —o no— cuando también estén solos.
Cuesta demasiado llamar y exponerte a que no lo cojan, o, casi peor, a que
contesten.
En el último paquete que pedí por correo venía una nota:
Preparado por Karen. No sé si mi amiga Karen es pelirroja, o morena, o un
holograma. Como Susana, mi asesora financiera, a la que tampoco he visto nunca,
pero siempre me saluda en mi banco online. “Buenos días, buenas tardes, buenas
noches”, dice, como Truman. Leo la noticia de un estudio, que asegura que los
usuarios se sienten más escuchados por el médico digital que por el presencial.
El robot no cura, pero es mejor actor que el médico, que cumplimenta agobiado
datos en el ordenador mientras le cuentas tus padecimientos. Es como la caja
automática: haces tú el trabajo, pero sabe engatusarte con su voz gentil para
que no te dejes ningún artículo. Y no resopla, porque no le duele la espalda,
ni está pendiente del examen del hijo, ni de hacer un recado a la madre.
En poco se cumplirá eso de que cuanto más conozco a las
personas, más quiero a mi R2-D2. No es muy diferente del amor perruno,
incondicional pero no libre. Una diferencia es que el primer mandamiento del
perro es “dame comida”, y el del robot no está claro. Por el momento, nos están
cogiendo las medidas a los humanos: estar disponibles, no llevarles la
contraria, hacerles sentir el centro del universo.
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