En septiembre de 1993 el tren recorrió por última vez la línea Segovia-Medina del Campo. Nunca tuvo muchos viajeros, y en los últimos años funcionaba solo tres días a la semana, lunes, jueves y sábado. Renfe decía que la media diaria era de unos veinte viajeros. El penúltimo día de funcionamiento, acompañada de un fotógrafo, fui a hacer un reportaje. La mayor parte de los usuarios eran matrimonios mayores, que se acercaban a la capital al médico o hacer la compra, y luego, con bolsas hasta los topes, regresaban a sus pueblos. Todos habían conocido mejores tiempos del ferrocarril. Eso era el pasado y el futuro llegaría al día siguiente, cuando el tren dejara de pasar por su pueblo. Más que resignados, estaban conformados a su suerte, como si fuera culpa suya no tener carné de conducir: “Entonces no tenía dinero, y luego era ya tarde. Más de cien vecinos y solo dos de infantería, el resto va montado en su jaca”, se lamentaba uno de los pasajeros.
Alguno mencionaba, pero bajito, que Borrell, por entonces
ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, podía haber soltado
unas migajas para mantener aquella línea de pobres, en vez de apostarlo todo al
recién nacido Ave, que un año antes había empezado la ruta Madrid-Sevilla. No
recuerdo grandes protestas, ni pequeñas, por aquel cierre. Como aún no se había
extendido la epidemia identitaria, no pensamos demasiado los segovianos en
agravios comparativos a nuestra provincia, no menos olvidada que otras, pero
amansada por ese brillo que a veces es solo barniz del turismo. Sí tengo en la
memoria que por entonces se murmuraba que, cuando llegara a Segovia el tren
mágico, la ciudad casi se duplicaría con 30.000 nuevos habitantes -mil arriba,
mil abajo- por la diáspora de madrileños que nos elegirían como ciudad
dormitorio. Huelga decir que el Ave llegó en 2002, y que nunca ocurrió nada
parecido.
Como ese señor de infantería, yo no conduzco, así que
conozco bastante bien el transporte público. Conozco ese tren veloz, que
todavía me parece de lujo. Poder sentarme ahí entre esas personas tan
eficientes, que o van trabajando o dormidas, mientras yo voy pensando en
tonterías, y en media hora me planto en Segovia, en esa estación en medio de la
nada que es Guiomar. Me parecía lógico que el billete no fuera barato, porque
la mayoría de mis vecinos no coge nunca el Ave, como mucho el autobús urbano.
Como también me parecía lógico que un billete de avión fuera caro, por idénticas
razones… Desde hace tiempo dudo de mi lógica, porque escucho conversaciones de
personas que viajan a Viena por menos de lo que te cuesta el bus de ida y
vuelta a Cuéllar. Viajar es un chollo, dicen, hasta que te toca ir el martes,
por ejemplo, a Zamora, y no digamos a Soria, y tienes que llegar tres horas
antes o salir cuatro horas después de lo necesario, porque no hay otro horario.
En Castilla, los que estamos curtidos en transporte público, y no solo en las
rutas bonitas y rentables que quieren engullir los nuevos operadores privados,
sabemos que la primera regla es adaptarse. Adaptarse a salir a la hora marcada,
a llegar a una estación que no será preciosa -las dársenas sirven de paraguas
para gentes sin rumbo- y a organizar tu día de acuerdo al regreso que marca tu
billete. Creo que muchos que opinan sobre el tema, sobre todo políticos del
área en cuestión, deberían probarlo. Viajar a cuerpo gentil, sin la protección
de tu coche. Codo con codo con personas desconocidas que suben y bajan en
pueblos que no conoces: mujeres mayores, trabajadores de fuera, estudiantes…
En la meseta, con habitantes repartidos en cientos de
pueblos que en Madrid apenas sumarían una comunidad de vecinos, las soluciones
tienen que ser minuciosas y honestas. Aquí no hay negocio, ni chollos. En
algunos casos, el déficit es inevitable para mantener un servicio digno, así
que se trata de no hacer tonterías con el dinero público, que es de todos y muy
limitado. Pasamos demasiados años en la inopia, inaugurando polígonos y centros
tecnológicos sin empresas que los habitaran, y hasta pistas de esquí sin nieve en
medio de un cerro pelado. No es raro que ahora queramos que el repleto tren
veloz sea casi gratis y a la vez mantener trenes de cercanías que sin apoyo no
aguantarían. Aquellos señores que hace treinta años se quedaron sin tren
comprendían que soplar y sorber era imposible. Ahora no sé cuánta verdad somos
capaces de soportar.
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