Un hombre menudo con unos pantalones demasiado largos arrastra una bolsa de deporte. Avanza deprisa y frena en seco frente a la puerta de la tienda de empeños. Mira a través del cristal, incrédulo, pero no hay nada que hacer: ya ha cerrado. Se marcha con la bolsa medio abierta, de la que sobresale un aparato negro. En el escaparate de la tienda exponen otros cachivaches parecidos. Ordenadores portátiles, consolas, estuches con taladros, muchos móviles de penúltima generación. Dentro está el material voluminoso, desde las pantallas gigantes de televisión, a cintas de correr y patinetes. En un rincón muestran las pequeñas joyas de oro, las esclavas, las medallas, los pendientes regalados por el día de la Madre. También están los robots de cocina, con manuales de instrucciones todavía sin abrir. A un lado, lo más barato, un tostador y un par de baterías de cocina, como las que tocan en la tómbola.
Hay clientes casi fijos y otros casuales, y el trasiego es
continuo. Todo con discreción porque, como promete el establecimiento, allí se
va a por “dinero rápido”. Puede ser que quieras librarte de cosas que no utilizas,
porque te regalaron dos “rumbas”, por ejemplo, pero lo normal es que necesites cash.
Y la necesidad da respeto, porque todos tenemos pesadillas con la miseria. Es
de hipócritas juzgar si los gastos de otros son prudentes. Sacudirse las moscas
con reflexiones de cuñado tipo, ¿para qué necesitan un móvil, si no saben si a
mediados de mes ya no podrán comprar filetes de pollo?
Leí hace poco una entrevista a un señor que sabía mucho de
pobreza en el mundo, y decía que cada vez se sostenía peor la desigualdad. Eso
que nos contaban de pequeños por el Domund, que en África no tenían nada, pero
eran felices, no sabemos si algún día fue verdad, pero ya se acabó, ya no
ignoran lo que ocurre fuera de su chamizo. El pollo es proteína, pero el móvil
puede ser una ventana, una posibilidad virtual de ser casi igual a otros que
pisan un suelo más firme que el tuyo. La gente necesita comer y también una
ilusión, aunque a veces sea un crédito envenenado. Un crédito para irse cuatro
días a la playa, como hacen los vecinos, como las familias de los compañeros de
colegio de tus hijos. Porque tener un trabajo estable que te permita poder
pagar una vivienda propia es, para muchos, una quimera.
Hoy el mayor éxito es tener pisos. Andy y Lucas lo explicaban
en román paladino el otro día en El Hormiguero: habían invertido muy bien en
ladrillo y ya se podían retirar tranquilamente. Los cantantes y los ‘youtubers’
prudentes invierten en ladrillo (los otros en criptomonedas), para vivir de las
rentas, como los personajes de las novelas de Jane Austen: “el Sr. Darcy disponía
de una renta de 20.000 libras”. Lo desean Andy y Lucas y tantos hijos de
empresarios, que están esperando a vender lo que levantaron sus padres para
dedicarse a la vida contemplativa. ¿Quién quiere crear puestos de trabajo,
cuando puede cobrar dividendos y alquileres?
Como decía aquel lema de hace años buscan “un sitio para
invertir”, sea un piso o una docena. Según la nueva ley, que por el momento en
Castilla y León no se aplicará, con más de diez serás un “gran tenedor”. Dicen
los constructores que hay que construir más, que la oferta es escasa, aunque en
cualquier calle mires hacia arriba y se multipliquen las viviendas vacías. En
unos años, habrá más acumulación en manos de unos pocos. Que los alquileres se
disparen mientras la mitad de los pisos se compran para no vivir en ellos y se
pagan a tocateja no sorprende. Lo que escandaliza son esos manirrotos que empeñan
la consola que compraron por impulso, como si los Reyes Magos existieran.
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