Que te guste la fruta es una moda, pero los cajones son un clásico. Raro es el día que no escucho a uno decir “porque me sale de los cajones”, o amenazar “con un par de cajones”. Las razones son una cosa complicada y aburrida, mientras que los cajones son el atajo seguro para hacer justo lo que te sale de los ídem, claro está. Los partidarios del cajón hablan tan fuerte que hay días que parecen mayoría. Con sus consignas, reconocen abiertamente que en la cabeza tienen serrín, por lo que es su cajonera la que está a los mandos.
A veces, una se viene arriba y también suelta eso de “porque
me sale de los cajones” y, oye, relaja. Aunque enseguida te quedes muda y
pienses que eres tonta dos veces, porque ni los tienes, ni ves ningún valor al
argumento. Antes, teníamos políticos aburridos, unos hablaban bien y aburrido,
como Herrera, y otros directamente aburrido, sin bien. De la escuela de
entonces ya solo nos queda Carriedo, el hombre en España que lo hace todo; departamento
a departamento y sin inmutarse, es el secundario perfecto. El banquillo se ha
ido nutriendo de nuevas voces, y para que te hagan caso tienen que ser de soprano
por lo menos.
Esto no es de ahora. Ya en la Sima de los Huesos habitaron
individuos que apostaban su salud y capital a los cajones, y decidían la
selección natural a bastonazos. La civilización ha sido básicamente una
contención de cajones para lograr un cierto equilibrio entre los que van con el
arma por delante y los que, por debilidad o ¡increíble! sensatez, optaban por
procurar un acuerdo. Por eso Liberty Valance es un western crepuscular, que da
un paso adelante, más allá del duelo al sol.
En España no teníamos en el XIX cactus con flores, pero
tuvimos a Espartero, famoso por los cajones de su caballo, el que está a la
puerta del Retiro. De Espartero dice Raymond Carr que era “políticamente
simplista, vulgar de mentalidad, y con voz estentórea, con consignas difíciles
de traducir en acciones políticas concretas. No ambicionaba más que ser un
héroe permanente”. Demoledor resumen que bien serviría para tanto político
revestido de influencer en este ruidoso siglo XXI.
Estos carcamales, pese a que muchos no han cumplido los cuarenta,
que cada dos por tres comprueban que su cajonera está en su sitio, como
Torrente, a veces dan risa. Pero también, a partes iguales, dan miedo, y a esa
carta juegan, sabiendo que entrar en la lucha de cajones significaría ponerte a
su mismo nivel, y la mayoría ni estamos por la labor, ni debemos hacerlo. El
ruido permanente, sin embargo, no es inocuo, nos contamina, y encima impide dialogar
y mejorar las cosas. Por ejemplo, a mí me gustaría tener claro de quién son las
competencias de la estación de autobuses, no quién es la más sinvergüenza de
las partes implicadas, o si se cumplen correctamente los procesos con los
inmigrantes sin papeles. Todo es mejorable, todo se puede plantear, es más,
debe plantearse, nada puede darse por sentado. Pero con razones, no por cajones,
por muy cuadrados que los tengan. Porque si no puede dar la impresión de que lo
único que persiguen, como Espartero, es poner el foco sobre sí mismos, aunque
sea a costa de desacreditar globalmente a un sello tan valioso en todo el planeta
como es Cruz Roja.
La gente que presume de valor me recuerda a la historia que
contaba Gila sobre La Pasionaria. La había admirado cuando estaba en el Frente,
y le dolió cuando, estando en un campo de prisioneros para republicanos, les
llegó la noticia de que muchos políticos, entre ellos Ibárruri, habían huido al
extranjero al finalizar la guerra. Muchos años después, ya felizmente en
democracia, alguien le reprochó que él, como tantos artistas, hubiera llegado a
actuar para Franco en La Granja. “Le recordé que yo me había quedado en España
para morir de pie y terminé viviendo de rodillas, eso le cerró la boca de
golpe”. Porque valor, y mucho, hace falta para vivir una vida sin insultar ni pisar
el pie al resto, por muchos cajones que tengas.
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