Escribo esto sin saber qué pasó el sábado por la noche. Como la carroza de Cenicienta, la Feria de muestras en un par de días volverá a ser un cascarón vacío, con butacas, tablones y moquetas apiladas. Como una gigantesca obra de teatro, todos representaron su papel, y no solo los actores, que son profesionales de aparentar lo que no son, y hasta de parecer cómodos con zapatos estrechos y vestidos prestados y tiesos, ajustados con imperdibles. También los políticos actuaron, y ojalá fuera sin estridencias, porque Valladolid no se lo merece.
Los Goya
existieron intensamente, pero solo un rato. Por el contrario, las películas
permanecerán. Hoy lunes, en tu móvil, puedes ver una película de los años
treinta con el carné de la biblioteca, sentado tranquilamente en tu casa. Aparecen
actores maravillosos que hace mucho que murieron, desde la bella protagonista hasta
el impecable secundario que hacía de mayordomo. Cuando pienso en actores no
pienso en glamour, sino en una vocación salvaje que los arrastra sin remedio. Leo
que hoy hay un centenar de chichos y chicas que estudian interpretación en la
Escuela de Arte Dramático. No creo que sus padres les digan “Muy bien, hijo,
tendrás la subvención asegurada, pasarás todo el día a la bartola, eligiendo vestuario
y sonriendo a los fotógrafos”. Se preguntarán si no habría un camino más fácil
y seguro, para luego aceptar, porque los aman, que cada persona se construye a
su manera, y a veces de una manera extraña, pero hermosa. Eso ha sido así de
siempre, también para Concha Velasco, aunque luego cantara a voz en grito
“mamá, quiero ser artista” para alejar los temores.
Buena parte
de los actores abandonan, no por ser menos talentosos, sino por carambolas y
mil circunstancias, entre las que la principal es no morirse de hambre. Decía
Antonio Resines que el 80 por ciento de sus compañeros gana menos de 6000 € al
año, que completa con trabajos de supervivencia, para seguir intentándolo en el
próximo casting. Del resto, muchos son mileuristas, y solo unos poquitos, un
puñado de suertudos, juegan en Primera. E incluso ellos están toda la vida
expuestos a la crítica constante, y la desasosegante sensación de que eres un
impostor y que pronto te olvidarán. Sí, las películas son un artilugio caro de
hacer, en el que los actores son solo una pequeña parte del empleo y del
negocio, y cuentan con algunas subvenciones. Y sí, algunas son malas, y de esas
malas unas pocas hacen taquilla y otras ni eso. Pero también hay perlas que nos
divierten, y nos entristecen, y nos hacen conectar con nosotros mismos
comprendiendo un poco este absurdo mundo y a sus pequeños habitantes. Porque las
buenas películas ni sermonean ni te toman por tonto. No te preguntan a quién
votas. Te ensanchan por dentro, para que entre el aire y te oxigenes.
Los abuelos
empleaban mucho la palabra artista. El artista podía ser el zapatero que había
encajado una pieza de cuero mínima en la puntera reventada de una bota, o una
señora que hubiera completado las colchas de ganchillo para el ajuar de las
hijas. Cuando decían “menudo artista” era lo contrario, un jeta que aparentaba
lo que no era. Algunos se han quedado en esa acepción, cuando la inmensa
mayoría encajan en la primera. La llama del artista se alimenta con miles de
horas de trabajo de artesano, pequeñas ñapas para subsistir que, con suerte, te
permitirán acercarte un par de veces a un buen papel. Una ráfaga de fama,
quizás un cabezón de esos, y luego bajada fulminante al desierto de la
búsqueda, a la inseguridad total sobre lo que vale uno. Los que persisten
-porque tienen suerte, o porque la vocación les arrastra tanto que se
construyen una vida modestísima en torno a ella-, con el tiempo descubren que
ser artista revelación no es un premio. Es una hoja de ruta para una carrera de
fondo.
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