lunes, 5 de octubre de 2009

El comercio silvestre

Me dicen que ya hay puestos de acerolas en los soportales de la Plaza Mayor y en Cebadería, y eso en Valladolid es la confirmación carnal de que el otoño ha comenzado. Yo la primera vez que comí acerolas tenía ya 27 años, edad suficiente para valorar con reverencia la existencia de una fruta que desconocía, que no venía de la Guyana ni de país exótico alguno, y que además estaba rica. La acerola no es una manzana, ni un perillo, ni una granada, no es exactamente dulce ni ácida, puede ser amarilla pero también roja y verde. Es pequeña y la venden en bolsitas, y una se la come sabiendo que su sabor es tan efímero y misterioso como el de los tomates de la huerta o el de la moras robadas al campo.

El ayuntamiento pucelano tiene unas autorizaciones especiales para los puestos de acerolas, de castañas, de palmas, de barquillos en el Campo Grande, de filatelia en Fuente Dorada, y supongo que también para los puestos de narcisos que cuando la primavera despunta se venden en manojos en la calle Santiago. Es una especie de etnografía del comercio, sin campaña de marketing y sin más infraestructura que una mesa de camping y un par de barreños, que obedece al sencillo impulso de tener algo y ofrecérselo a los otros, a precios pequeños y sin factura.

Intento recordar si en Segovia se vende algo así, porque lo da la tierra y es oportuno en ese momento del año, no porque sea un cebo interesante para turistas aburridos. Sólo me vienen a la cabeza los mercadillos fijos, que tienen el poder de marcar el calendario semanal porque, ¿a qué sabe el jueves más que a torta de anises de Valseca?

Octubre tiene nombre de fiebre y noviembre de calambre, pero las acerolas, esa fruta insignificante y preciosa, han aparecido en las calles para recordarnos que el otoño tenía que llegar, y que además es necesario que así sea. La pena es que no vendan también en bolsitas los colores cambiantes del Campo Grande o el sonido de las pisadas sobre los montones de hojas caídas.

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