Dentro de unos días me llamarán para la revisión médica de la empresa. Aunque a nadie –o a casi nadie, que hay gente para todo– le apetece quedarse en ropa interior a las ocho de la mañana delante de un desconocido, no hay otra que aguantar estoicamente el estetoscopio helado, el pinchazo del análisis y la humillante entrega de la muestra del primer pis de la mañana. “Usted, ¿bebe?”. Piensas: si digo que un vino de ciento en viento va a pensar que salgo a botella diaria, así que respondes: “No, no me sienta bien” (lo cual es cierto, por otra parte). Insiste: “¿Y fuma?”. Respondes, victoriosa: “No, nada”. Decepcionado, el agente saludable pregunta, inquisitivo: “¿Y tiene actividad física?”. Ya está, me ha pillado, cateado seguro: “No, no tengo tiempo, ya sé que debería, pero en fin”, te disculpas. Satisfecho, el entrevistador impone la penitencia: “Pues muy mal, ya conoce las consecuencias de la inactividad, si no encuentra un hueco es porque no quiere, los años no pasan en balde y tal y cual”. Te pones el abrigo, te despides y marchas al despacho, cansina como un elefante, porque de pronto hasta los músculos habituales te abandonan y castigan por culpa de tu desidia deportiva.
Es duro admitir que, año tras año, posiblemente hasta los 75 tal como está el tema de las pensiones, tendré que asistir a esta pesadilla programada. Porque ¿qué pensarían tantos malos alumnos de filosofía, hoy ejecutivos sin tacha o incluso directores generales, si un tipo con bata blanca les preguntara una vez al año sobre la teoría de las esferas de Tolomeo o el principio de la economía de entes y Guillermo de Ockham? La única asignatura con la que me mandaron a Suficiencia fue la educación física, y me la pasaron sospecho que por lástima o aburrimiento, no porque lograra hacer un puntal a derechas. Una pesadilla todavía recurrente para mí es que el profesor de turno grita mi apellido para que salte de una puñetera vez el plinton, y entre sudores fríos me miro los pies y descubro que, en lugar de las adidas, voy en pantuflas. Mi idea de una clase de gimnasia sensata sólo se producía los días de lluvia, cuando nos dejaban dormitar jugando al ajedrez.
Con los años, pensé que me había librado definitivamente de todo lo que oliera a chándal. Viviendo en el centro de Segovia era más fácil, porque lo más parecido a una instalación deportiva que había a mano eran los columpios de La Merced. En Valladolid, sin embargo, la mayoría de los barrios cuenta con sus pistas, y no es raro pillar desocupadas canastas o campos de futbito. Una cosa que me chocó cuando llegué fue que el badminton no era exclusivo de los nobles británicos ociosos ni el pádel del clan aznarista: aquí se practica en muchos barrios. Los centros cívicos rebosan de amas de casa apuntadas a pilates y gimnasias varias, y las familias jóvenes bloquean las listas de acceso a los centros deportivos de moda, El Palero y Covaresa.
A mí me parece genial que los otros triunfen donde yo, lo admito, fracaso. No es que no lo intente, pero es que sólo de ir a la planta de deportes del Corte Inglés siento mareos, y no encuentro una imagen más parecida al infierno que la de una sala de aparatos llena de gente sudorosa y con ropa de lycra. Tantos años fui la última en las carreras, tantas veces me adelantaron, tanto me acostumbré a perder sin remedio, que no consigo engancharme ni siquiera a una partida de parchís. La wii me hace sentir patosa y ridícula, mi cabeza es incapaz de comprender las reglas del mus y la palabra “brisca” desata mi sopor, con lo cual vaticino difíciles mis relaciones sociales cuando llegue al centro de jubilados. En fin, como a los perritos vagabundos, lo único que me queda es coger la calle y andar, pero con ropa de persona normal, no con chándal.
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