Como es jueves, unos pasos más adelante, en la parroquia del barrio, una silenciosa cola aguarda. Hay gente de cincuenta para arriba, hombres y mujeres con abrigos de colores oscuros, y también parejas más jóvenes, muy rubias o muy morenas, que vinieron de crisis lejanas para compartir la nuestra, aquí, en Valladolid. Todos van con carros de la compra, que los voluntarios de Cáritas van llenando con arroz, harina, aceite, café, espaguetis. Cuando salen se confunden con el resto de ciudadanos, que también llevan bolsas y carros de la compra, y van enfundados igualmente en ropa de abrigo triste y parda.
Estos días han aparecido octavillas pegadas con cinta de celo en las que se anuncia una protesta de los trabajadores del súper de abajo. En su puerta, desde hace algunas semanas hay un hombre que pide, bueno, un hombre que muestra una bandeja de poliespán con algunas monedas, porque él no dice ni palabra. Se abriga bajo una manta con un leopardo dibujado, doblada en cuatro partes, y a su izquierda le acompañan todas sus pertenencias –una mochila, un impermeable, una caja y un par de bolsas–, cuidadosamente apiladas. Aunque entre el pelo largo y la barba oscura sólo aparecen unos recortes de rostro de piel curtida, debe ser muy joven, pero no puedo asegurarlo, porque ¿quién se atreve a mirar a un mendigo a la cara?
El otro día, por primera vez, le vi levantarse y dirigirse a la acera de enfrente. Cogió un trozo de pan de su bocadillo, lo desmigó y lo esparció junto a un par de árboles que crecen entre los adoquines. Luego regresó a su sitio, y siguió comiendo, mientras observaba a media docena de palomas que picoteaban su regalo.
No sé por qué en ese momento me acordé de una escena de “Flecha rota”, la película que me acompañó tantas sobremesas en mi infancia. James Stewart, un “blanco” en territorio piel roja, se encuentra con un adolescente indio moribundo, al que, en lugar de pegarle un tiro, alimenta y cuida. Antes de reponerse del todo, el niño le dice que tiene que volver con su pueblo, porque su madre estará llorando por su ausencia. “Ese día aprendí que las madres de los pieles rojas también lloran por sus hijos”, reflexionaba, humilde, el vaquero Stewart.
La peor crisis que conozco, y esa lucha nos pertenece porque a nadie podemos derivarla, es el miedo. Y la peor de la peor, el miedo a los otros, otros que son como nosotros. Otros que dan de comer a los pajarillos, por ejemplo.
P.D.- Incluyo una canción que me viene a la cabeza cada vez que veo una noticia cruel en los periódicos (hay tantas), una canción que habla de luz y confianza. Y además el estilismo de la familia Burke es genial: con esos pantalones seguro que los días parecen menos grises.
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