domingo, 25 de marzo de 2012

Ir de escaparates

Cierran tiendas en Valladolid, como en todas partes. Tiendas casi nuevas de las que ni siquiera hemos aprendido el nombre, que ofrecían cosas que de pronto no necesitábamos tanto o no nos gustaban como las de la tienda de al lado. Cientos de tiendas que abren y cierran, que en invierno venden alfombras y en verano bikinis, y a veces nada de nada, sólo carteles de “se alquila” con teléfonos con números muy gordos. Resisten las más modestas, los establecimientos de siempre que venden cosas elementales en locales no demasiado modernos, pero que son propiedad de sus tenderos o tienen un alquiler asequible, y no indecente, porque a mí lo verdaderamente indecente no es la portada de El Jueves, sino que la renta de un local sea más alta que el sueldo de todos sus empleados juntos.

Entre el chaparrón de escaparates empapelados y en oferta, encuentro a un paso de la Plaza de España una tienda que se va el 31 de marzo. Es una boutique al gusto de los setenta, con carpintería lacada en blanco, espejos, moqueta y puertas con pomos dorados. Segovia también las tuvo: fueron las primeras que dieron sentido a “ir a ver escaparates”, a deslizarnos por ese sendero de lo que te gustaría comprar y no sólo lo que necesitarías comprar. De su mano las mujeres pasaron de hacerse un traje en la modista a comprarse dos de ropa ya confeccionada, que esperaba, toda para ti, colgada por colores en sus barras.

Con el tiempo y el abaratamiento de la ropa, casi todas esas “butís”, como todavía se oye por ahí, se especializaron en lo único que les dejaba algo de margen, las “ocasiones especiales”, o sea, novias, madrinas y ceremonias en general. Así debía sobrevivir esta tienda de la calle López Gómez, que estos días expone en oferta los restos de su pasado. Conjuntos de corpiño y falda; vestidos de boda y de fiesta; limosneras de comunión; zapatos de salón; guantes bordados y manguitos; velos, casquetes, tocados y coronas; ramos de novia de tela; ligas, juegos de pinchos y agujones para el pelo… Todo se liquida, incluso una chica maniquí, de las de antes, morenísima y con mechas rubias, que se vende por 70 euros. Observando tules, tafetanes, puntillas, sedas y rasos me acuerdo de la señorita Julie, la de “Vacaciones en el mar”, y de las historias con final feliz del “Love boat”, que por cierto en su mismo vestíbulo tenía su propia boutique, para que las pasajeras se marearan en cubierta con el conveniente glamour.

Ay, me pregunto cuándo dejó de parecernos importante tener en nuestro guardarropía unos guantes largos de raso y un vestido de cóctel, cuándo comenzamos a desconfiar de las canciones de José Luis Perales y de los cojines con dos alianzas entrelazadas. Cuándo concluimos que todo aquello era hortera y apostamos por el nuevo hábito “zaratotal”, mayormente en camel, negro y gris, muy elegante, pero hábito al fin y al cabo.

Volviendo a casa, por una ventana entreabierta veo a una señora muy mayor recogiendo su pequeñísima cocina. En las puertas de los armarios de formica hay pegados un montón de lacitos brillantes, de esos que en las tiendas ponen para adornar los paquetes de regalo. Esta señora, que no lee revistas de moda ni suplementos semanales, sabe lo que le gusta. Porque los lazos no son modernos, pero sí bonitos.


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