
También yo he pecado: pasé la literatura de BUP leyendo el Quijote en versión infantil, algo antiespañol e inculto a más no poder. Pero mi ignorancia era imaginativa, misteriosa: nunca hubiera trivializado a Colón imaginándole comiendo un cuenco de sopas y escribiendo torpes sonetos. Buscando a Colón recorro las salas de su museo en Valladolid, y no me molesta encontrarme con un señor orgulloso, obcecado, desconfiado de todos y de todo lo que no condujera a su camino, capaz de mentir a la tripulación prometiendo que más allá encontrarían “ríos de leche y frutos de oro”. Un señor enamorado, sí, de mapas, cartas de navegación, honores y poderes sin fin, condenado a la insatisfacción. “El mundo es más pequeño de lo que piensa el vulgo”, decía, porque él casi había rodeado el hemisferio y todavía no había encontrado lo que buscaba.
En pleno litigio sobre lo que pensaba que a su linaje le correspondía del nuevo mundo, Colón se murió en Valladolid. No en la casa que hoy tiene dedicada, sino más menos a los pies del cajero de Caja Segovia, en Duque de la Victoria, donde por entonces estaba el templo del desaparecido Convento de San Francisco. Al menos eso se cree –por el momento y salvo nueva teoría de la historiadora ya mencionada–, porque los huesos de Colón fueron también muy viajeros, y pasaron por varios sitios hasta quedarse en Sevilla. Ya antipático en vida, con los siglos ha soportado convertirse en enemigo de la cultura indígena y tragar con que Américo Vespucio pusiera nombre al nuevo continente que Colón no había reconocido.
Más que amantes, en los retratos de la época Colón e Isabel parecen hermanos: rubios, de ojos y piel clara, con esa mirada del que busca más allá o dentro de sí mismo, con un punto solemne y espiritual. Me pregunto qué pensarían de ambos los Pinzones, que pasaron a la historia por ambiciosos y que en el siglo XXI hubieran sido felicitados por ir al grano y rentabilizar la travesía, frente a Colón el raro, el iluminado, el cabreado.
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