viernes, 28 de diciembre de 2012

Historias de pobres

Hace ya bastantes años compré una edición barata de una biografía de Charles Dickens en el Simago de la calle Santiago, hoy desaparecido. Tenían como táctica de venta colocar dos o tres cajones en medio de los pasillos con libros o cedés de grandes éxitos, y así, un poco a lo tonto, te llevabas a casa el detergente, el kilo de pechugas de pollo, los grandes éxitos de la Motown y, por ejemplo, la biografía de alguien como Dickens. Una lectura que me interesó bastante, no por el extraordinario fruto de su obra, ni por su talento y capacidad de trabajo, sino, sobre todo, por sus debilidades. Me interesaron sus amores románticos, insensatos y no felices, su escasa visión de negocio y su nula capacidad de ahorro, su necesidad casi enfermiza de recibir el halago y el reconocimiento público; en definitiva, su insatisfacción y su desorden, profesional y afectivo.

En este año 2012, bicentenario de su nacimiento, se han escrito decenas de artículos sobre él, y reeditado muchas de sus obras. Hace algunos meses me compré una recopilación de sus artículos periodísticos de juventud, una obra menor con la que aprendí otras dos buenas cosas de Dickens: primero, su método de trabajo, que no era otro que patearse a conciencia la ciudad, y segundo, que los genios también necesitan aprender, puesto que el Dickens joven escribía bastante peor que el Dickens viejo. Era un reformista, quería una sociedad más justa, e intentó procurarla con sus escritos, expresándose claramente en contra, por ejemplo, de la pena de muerte, en sus tiempos totalmente aceptada. Pero estaba en las antípodas del periodista “moralista” que hoy tanto abunda; lo último que el amigo Charles se hubiera permitido era sermonear y aburrir a sus lectores. Quería que le amasen, no que le temiesen, y además poseía una herramienta mucho más poderosa que montar bronca para promover el cambio: mostrar lo que pasaba en la calle.

Ahora que sentimos que el reloj de la historia nos ha dado una patada hacia atrás, hay quien cree encontrar el retrato de nuestro ánimo desahuciado en los escritos de Dickens, en esos niños de orfanato castigados por la fatalidad una y otra vez, obligados a trabajar desde pequeños en insalubres talleres de esa sociedad industrial en la que, a golpe de injusticia, terminó por cuajar el movimiento obrero y un mundo más sensato. Sí, Dickens retrató a muchos pobres, tantos que a veces da la impresión de que la vida de los ricos no le interesaba en absoluto ¿qué podían aportar sus almidonadas existencias, sometidas a la losa de la conservación de sus patrimonios? Sus protagonistas en general eran pobres, pobres buenos y pobres no tan buenos, a veces directamente crueles, mezquinos y despreciables, pero siempre humanos, deseosos de entregarse a la dicha de vivir. Y en eso, en la apuesta decidida de Dickens por existir, a su confianza plena en que la vida es cien, mil, un millón de veces mejor que cualquier otra posibilidad, creo que el relato que nos estamos contando unos a otros sobre la crisis no llega ni a la suela del zapato del escritor inglés.

Los Craticht de “Cuento de Navidad” eran buenos, pero no porque fueran pobres, porque también lo eran de solemnidad los compañeros de Oliver Twist y eran unos cafres de tomo y lomo. Los Craticht hubieran seguido siendo buenos y mucho más felices si no hubieran tenido que pasar hambre y frío y hubieran tenido dinero suficiente para que Tiny Tim sanara, estoy tan segura de ello como de que mienten esos que dicen “admiro a esos pobres del mundo que nada tienen, qué felices son”, sólo para justificar la injusticia. Esa es para mí la actualidad de Dickens, no que retrate la miseria con mano maestra, si no que muestre al ser humano tal cual es, en su rotunda igualdad. A los pobres no les gusta su pobreza ni su pobreza les hace mejores, y eso debería escribirse en letras de molde como una principal enseñanza de la crisis: la pobreza no es una identidad, sino sólo un estado. Los pobres ni son héroes –porque entonces no necesitan mejorar su situación– ni tampoco son, como decía Mr. Scrooge, chusma –porque entonces no merecen mejorar su situación–. Este es un país de pobres, de gente llena de aristas, gente que yerra, actúa con inconsecuencia y a veces malgasta sus pequeños recursos, pero gente viva, al fin y al cabo.

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