El otro día me quedé encerrada en un ascensor. Sola no
estaba, éramos nueve y un carro de supermercado vacío, apenas quedaba hueco.
Tras subir dos pisos se escuchó un ‘clic’ y se apagaron las luces del cuadro de
mandos. Aquello ni subía, ni bajaba. Al principio permanecimos como si nada, quietos
y callados, incrédulos de que la maquinaria fallara más que nosotros. Solo
hacía medio minuto peleábamos a brazo partido entre villancicos y colas para
comprar regalos de Reyes. Ahora estábamos encerrados, dándonos la espalda unos
a otros, como niños que esperan que los mayores recojan los pedazos de un
juguete roto. Al poco rato comenzamos a mirarnos de reojo. Ya no éramos solo ‘gente’:
había una señora mayor, una pareja, dos chicas, la mujer del carro, un chaval
joven con otra señora. “Hombre, pues aquí hay mucha seguridad, alguien nos verá”.
“Al menos, si nos caemos son solo dos pisos”. “Prefiero no pensarlo”. “¿Y habrá
suficiente oxígeno?” -pregunta una. “Si aguantan en una mina, no vamos a
aguantar nosotros…” -replica otro. “Habrá que dar la alarma”. Se da. Nada. “Y
los móviles no funcionan”. “Pues dale más rato a la alarma”. Otra vez nada. “Pues
hasta que contesten”. Se oye una voz por el interfono, una voz muy lejana, como
de niña pequeña. “¿Dígame?”. “Que el ascensor se ha parado entre la entreplanta
y el primer piso”. “¿Está encerrado?”. “Que somos ocho, dile”, añaden desde el
fondo sur. Silencio. Ahí nos quedamos, esperando. La señora del carro se
disculpa por la falta de espacio: “Es que necesitaba el carro para cargar no sé
qué…”. Al menos no hay bebés, ni nadie con claustrofobia. No estamos tan mal.
Empiezo a pensar qué pasaría si nos cayéramos. O si tuviéramos que pasar aquí
la noche, o salir por el techo uno a uno con una liana, como en las películas,
con lo torpe que soy. Bueno, conformidad, tendría que ser así. Aquí estamos, las
cuatro señoras, la pareja simpática, el chico bien dispuesto, la chica, la otra
chica. Con las bolsas, con las listas de los regalos todavía por comprar. De
pronto siento una gran relajación, porque las cosas que parecían tan
importantes aquí no significan nada. Solo queda esperar. Algo así como cuando
estás en la camilla de urgencias, lista para lo que venga.
Pensé en Poquita fe, la serie que más me ha hecho reír
últimamente, en la que hay una escena parecida. Cuatro se quedan encerrados en
un ascensor, y para aliviar la espera empiezan a cantar. Descubren
entusiasmados que sus gustos y sus voces se ensamblan a la perfección. Cantan
boleros con tanta entrega que, cuando por fin se abren las puertas, no quieren
abandonar ese par de metros cuadrados que normalmente evitamos compartir con
otros.
Sopeso un momento la posibilidad de cantar, para subir los
ánimos, pero la desecho, porque resta oxígeno. De pronto el ascensor se mueve.
Va hacia arriba, ¿adónde? Uno dice que dio al quinto, otro al tercero, otra no
se acuerda. Para en seco. Tarda un poco, pero se abren las puertas. Salimos despacio
y en silencio, con cuidado. La pareja dice que se va por las escaleras, y la
mayoría asentimos. La señora del carro duda. Pero finalmente se queda: “es que
tengo que recoger el paquete”. Nuestro lugar lo ocupan dos mamás con carritos
de bebés. Se nos pasa por la cabeza si informarlas de los riesgos, pero no lo
hacemos. No volverá a pasar. O puede que sí, alguna vez. La vida sigue. Además,
no ha estado tan mal. Salgo contenta, como si llegar a planta y salir caminando
fuera un regalo. Aunque a los dos minutos mis compañeros accidentales, y yo
misma, nos disolvamos de nuevo en la multitud. Recupero, con muy pocas ganas,
la lista de cosas por hacer. En el bolsillo noto que llevaba una mascarilla. A
buenas horas.
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