martes, 16 de noviembre de 2010

El oro y su diente


Es privilegio divino, de las hadas y de los genios de lámpara, poder conjugar el imperativo del verbo ser. “Sea”, dijo la madrina, y la niña quedó cubierta por una lluvia de oro y de piedras preciosas, y no hacía falta más explicación porque quedabas convencida de que desde entonces su vida sería un sendero brillante y feliz. Luego escuchabas el cuento de Midas, ese pobre rey con tacto implacable, y el oro se convertía en una cárcel fría que le alejaba de morder una manzana o, la máxima crueldad, de los besos de su hija. Antes de que comprendiéramos la noción de infinito o aceptáramos que los bancos no tenían dentro el dinero que dicen guardar, nos hicimos amigos del oro. En el pasimisí había que elegir entre plata y oro, y casi siempre ganaba el segundo, aunque un día un niño que leía muchísimo y que quería ser explorador nos dijo que el platino valía más que el oro, y que había una cosa que se llamaba plutonio que valía más todavía, y nos dejó sin argumentos.

En estos años atrás que fuimos tan ricos el oro apenas relucía, se había vuelto opaco y tenía la forma de los ositos de Tous. Enseñar el oro a lingotazos era cosa de nuevos ricos o pobres que necesitaban cubrirse de brillo para sentirse poderosos ante la intemperie. Pero con la crisis el oro asoma su diente. En apenas dos años se han multiplicado los parados y esos establecimientos rotulados en negro y amarillo, como una zona de obra, que anuncian con grandes letras que compran oro. Antes los tasadores se refugiaban en pisos, buscando la discreción, pero ya no. En el Paseo Zorrilla, en un local donde antes vendían patatas fritas, hoy tasan alianzas y medallas de comunión. En la Plaza Mayor otro perista comparte soportal con el café Lion D’Or. “Empeñar es normal, te puede pasar a ti”, brama a los transeúntes el negro y amarillo.

El otro día me acerqué a la oficina de una caja de ahorros local que organizaba una subasta de joyas de su monte de piedad. Abrí la puerta y me topé con una mujer mayor, de piel curtida y vestida de negro, que esperaba a ser atendida, acompañada por una chica joven. Hicieron un gesto con la mano, invitándome a entrar: “Puedes pasar tú primero”. Me disculpé, y cerré la puerta. Ellas eran algunas de esas personas sin rostro que entregaban sus joyas a cambio de dinero, personas que no habría visto si no me hubiera equivocado de entrada.

A la vuelta del edificio estaba la sala con las cinco vitrinas que contenían las piezas a subastar. Un par de matrimonios, un señor mayor, y una madre y sus dos hijas recorrían la exposición. “Es una piedra turbia, pero no está rayada”, comentaba una de las mujeres, que parecía experta en alhajas. Allí, esperando una buena transacción, estaba el colgante de Merche, el broche de Tere, el anillo de Mamá, la pulsera de Josefina, el corazón de Ana, una placa dedicada a no sé qué doctor, un llavero carísimo de un aficionado al Real Madrid. Había elefantes, herraduras, cangrejos, ángeles. Todo de oro, de puro oro. Oro eres.


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