domingo, 12 de diciembre de 2010

Pregunta para un rico

Quería que algún rico me contestara a la siguiente pregunta: ¿duele lo mismo perder el diez por ciento de un sueldo de 1.000 euros que perder el diez por ciento de, pongamos, dos millones de euros? Buscando interlocutor fui la otra tarde al Casino –no al del blackjack y la ruleta, sino al social– con la esperanza de encontrar a algún rico para salir de dudas. El Círculo de Recreo de Valladolid ocupa un espléndido edificio de Duque de la Victoria, a cuatro pasos de la Plaza Mayor y a medio paso de la sucursal de Caja Segovia. Todo su perímetro cuenta con grandes ventanales, ligeramente por encima de la calle, lo que permite una privilegiada observación de los paseantes. Aunque en el piso de arriba están las salas reservadas a los socios, que acogen por estas fechas un campeonato de bridge, desde hace algunos años la cafetería ofrece su barra y sus menús a cualquier ciudadano. Como casi desde mi nacimiento juzgué, tal vez prejuzgué, pequeñas las posibilidades de pertenecer a una institución de este tipo, ahora me hace gracia tomar café en la altísima barra del bar del casino, que te obliga a enderezar la postura, el primer paso para cualquier aspirante a buen burgués.

Suponía yo que en Valladolid, que es como seis veces Segovia, tendría que haber un buen puñado de ricos, y cuando digo ricos digo gente que tiene grabado en sus genes que aunque no haga nada de provecho no necesitará trabajar ni incrementar su patrimonio; rentistas, en resumidas cuentas. Gente rica de siempre, que en la vida se le ocurriría meterse en la mandanga de la política ni en inmobiliarias, porque están en otro planeta, un planeta que no aventuro feliz, porque, a no ser que disfruten de una cabeza hueca, tienen que tener la mar de complicado justificar la utilidad de su existencia.

“Desengáñate”, me decía el frutero, uno de mis confidentes. “Los ricos de Valladolid no están en Valladolid, están en Marbella, en Suiza, donde sea. Que yo sé que en el Real Aeroclub hay un montón de avionetas privadas”. La idea de que todos los ricos anduvieran con su avioneta sobrevolando nuestras proletarias existencias me incomodó, pero bien podría ser cierta. ¿Acaso no es cierto que para buena parte de la población se valora como prestigioso viajar aquí o allá con relativa frecuencia? Sin tener que fichar ni en el trabajo ni en la cola del paro, con un correo electrónico, teléfono móvil y tarjeta de crédito sin fondo, sólo la enfermedad o la melancolía les podrían retener en la ciudad.

En la “Pecera” –como llaman en Valladolid al viejo casino, por ser o haber sido el continente de los peces gordos– ya no hay buenos partidos para casamientos ventajosos. Los ricos ya no se solazan de sus haciendas acudiendo cada tarde a ojear la prensa económica a los salones afrancesados del casino; los ricos son evanescentes y sólo se perciben sus movimientos a través de los dígitos bancarios. Nacen como nosotros, pero no van a la compra, ni se meten los bajos de los pantalones, ni presentan en mano su declaración de hacienda. Tienen miedo, como nosotros, pero de otras cosas, y al final, compartimos el mismo espacio, el de una página con esquelas en el periódico local, aunque la suya sea mucho más grande.

Salgo de casino, mientras un grupo de socios cruza la puerta giratoria, y entrega sus abrigos en el ropero. En el vestíbulo encuentro un tablón con datos sobre la evolución de la Bolsa. Un señor sonríe y me comenta que no están actualizados, que no me fíe. Le pregunto que si los socios del casino son gente rica. “En estos tiempos, ya no son ricos ni los ricos”, sentencia. Puede ser. Los ricos ya no se tienen por ricos, y los pobres siguen sabiéndose pobres.




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