Suponía yo que en Valladolid, que es como seis veces Segovia, tendría que haber un buen puñado de ricos, y cuando digo ricos digo gente que tiene grabado en sus genes que aunque no haga nada de provecho no necesitará trabajar ni incrementar su patrimonio; rentistas, en resumidas cuentas. Gente rica de siempre, que en la vida se le ocurriría meterse en la mandanga de la política ni en inmobiliarias, porque están en otro planeta, un planeta que no aventuro feliz, porque, a no ser que disfruten de una cabeza hueca, tienen que tener la mar de complicado justificar la utilidad de su existencia.
“Desengáñate”, me decía el frutero, uno de mis confidentes. “Los ricos de Valladolid no están en Valladolid, están en Marbella, en Suiza, donde sea. Que yo sé que en el Real Aeroclub hay un montón de avionetas privadas”. La idea de que todos los ricos anduvieran con su avioneta sobrevolando nuestras proletarias existencias me incomodó, pero bien podría ser cierta. ¿Acaso no es cierto que para buena parte de la población se valora como prestigioso viajar aquí o allá con relativa frecuencia? Sin tener que fichar ni en el trabajo ni en la cola del paro, con un correo electrónico, teléfono móvil y tarjeta de crédito sin fondo, sólo la enfermedad o la melancolía les podrían retener en la ciudad.
En la “Pecera” –como llaman en Valladolid al viejo casino, por ser o haber sido el continente de los peces gordos– ya no hay buenos partidos para casamientos ventajosos. Los ricos ya no se solazan de sus haciendas acudiendo cada tarde a ojear la prensa económica a los salones afrancesados del casino; los ricos son evanescentes y sólo se perciben sus movimientos a través de los dígitos bancarios. Nacen como nosotros, pero no van a la compra, ni se meten los bajos de los pantalones, ni presentan en mano su declaración de hacienda. Tienen miedo, como nosotros, pero de otras cosas, y al final, compartimos el mismo espacio, el de una página con esquelas en el periódico local, aunque la suya sea mucho más grande.
Salgo de casino, mientras un grupo de socios cruza la puerta giratoria, y entrega sus abrigos en el ropero. En el vestíbulo encuentro un tablón con datos sobre la evolución de la Bolsa. Un señor sonríe y me comenta que no están actualizados, que no me fíe. Le pregunto que si los socios del casino son gente rica. “En estos tiempos, ya no son ricos ni los ricos”, sentencia. Puede ser. Los ricos ya no se tienen por ricos, y los pobres siguen sabiéndose pobres.
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