lunes, 27 de diciembre de 2010

La iglesia del frío

Como el año pasado, el 26 de diciembre estaba en Segovia y fui a San Esteban. La iglesia de la torre más bonita de la ciudad, cerrada al culto hace una década, abre una sola vez al año, el día de su patrón. Parece imposible que cierren el sitio donde fue bautizado o hizo la primera comunión, pero así fue. Hubo razones convincentes: los feligreses eran pocos y el templo, demasiado grande y frío, los sacerdotes tampoco sobraban, y muy cerca había otras parroquias que les podían acoger, como así lo hicieron, sin problemas.

Los últimos vecinos de los pueblos pequeños arrastran a su marcha casi todos los enseres de sus casas; pero en San Esteban todo sigue allí, tras las verjas del atrio, tras las puertas cerradas. Es como si un Vesubio glacial hubiera congelado el templo, y yo fuera la primera en volver a entrar en él, pasados los años. Hay polvo, pero el altar sigue brillando, como entonces; ha cedido la tarima, pero la luz de las ventanas continúa iluminando a la Inmaculada; los techos peligran, pero el Cristo románico no deja de extender su mano de madera. La pila bautismal, el cuadro de la Fuencisla, la bola que en su día fue sustituida en lo alto de la torre, el órgano precioso que nunca fue restaurado, los confesionarios que escucharon nuestros pecados, y el desasosegante cuadro que representaba a las ánimas del Purgatorio. Ahí están. Ni siquiera se ha marchado en todos estos años el aire frío de una iglesia que nunca tuvo calefacción, en la que apenas unas cuantas estufas de butano animaban a ocupar los bancos.

Poco a poco va entrando gente. A la mayoría les conozco de vista desde la infancia, residen o residieron en este barrio cuando no era casco histórico, sólo un barrio. No hace falta convocarles, porque saben mirar al calendario. El 26 de diciembre San Esteban está abierto. Hay unos pocos vecinos serviciales que se han ocupado de adecentar el templo para que luzca casi como siempre, como lo recordamos, porque nunca fue nuevo. San Esteban era especialista en achaques: incendios, rayos, remodelaciones de su torre. Nunca fue una iglesia perfecta, su nave era muy grande y desangelada, de muros encalados y desprovistos del encanto del románico. Pero su torre era –es– única, y en tiempos la rodeaba una gran plaza de arena en la que jugaban los niños, sin coches a la vista.

Se han ocupado buena parte de los bancos, como en los mejores domingos del templo. No sé si los que estamos aquí hemos acudido por devoción o por nostalgia, quizás por ambos motivos. Por comodidad, desde luego, es imposible. En la iglesia del primer mártir el frío es intenso, y más aún debe tener el obispo, que hoy oficia junto al párroco. Los feligreses se ponen en pie y comienzan a cantar, con voz grave, “Ay del chiquirritín”. Siento una continuidad extraña, un hilo que me une con el pasado y que gravita en ese sonido, manso y monocorde. Encuentro un nuevo sentido a la palabra “misterio”. Sí, debe haber algo misterioso, anterior al razonamiento. San Esteban es una iglesia cerrada, pero no abandonada.

 

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