martes, 27 de julio de 2010

Alpinistas del páramo

Para un segoviano la idea de lo plano podría ser la Plaza Mayor, a pesar de que ni siquiera la elipse mantiene un mismo nivel en su limitada superficie. Todo es subjetivo, y más si acabas de subir por San Juan o por la calle Real, o por la Judería, o por el Alcázar, en fin, por donde sea, pero siempre con la lengua fuera, y claro, en comparación, la Plaza es una pista de baile. Valladolid, sin embargo, es principalmente llana, y es tal su planicie que cuando vuelves a Segovia y andas media hora de repente notas que hay un músculo nuevo que te tira tal que a la altura de los gemelos, un músculo que en Pucela disfruta de excedencia porque allí para caminar basta con poner un pie delante de otro.

La no-presencia de montañas resulta rara al ojo segoviano, donde la sierra enmarca permanentemente los campos. En Valladolid, sin esa línea azul de las montañas que señala los límites del territorio, tienen que contentarse con el montículo del Cerro de San Cristóbal, ensartado cual aceituna por una atractiva antena. Y esa carencia de altitud no es cosa sólo de la capital. Por lo que tengo entendido, la provincia de Valladolid es la única de España que puede presumir de no tener ni un solo punto en el que se superen los 1.000 metros de altura. El K-2 vallisoletano está en la Robledaña, un páramo cercano a Castrillo del Duero, al que tranquilamente se puede llegar encima de un tractor. Allí los altímetros marcan unos 935 metros de altura, y si no fuera porque 75 son muchos metros no dudo que las autoridades provinciales hubieran hecho algo para alcanzar al menos los 1.000 metros y abandonar el furgón de cola del montañismo, construyendo una pirámide o llevando arena en sacos, como en la historia esa del inglés que subió una colina pero bajó una montaña.

Me da la impresión de que la bajura territorial no es motivo de orgullo, más que nada porque en estos tiempos en los que casi todo lo potable se convierte en eslogan en algún sitio habríamos leído “Valladolid, la más planita de España” o “Valladolid, y adiós a las cuestas”. Sin embargo, he de decir que esa monocorde superficie es bastante cómoda, que permite a mucha gente en silla de ruedas o con muletas desplazarse con autonomía, y eso no son ventajas menores. Pero en fin, el asunto es que no hay montaña pucelana, y los aficionados al alpinismo no tienen más remedio que probar sus pies de gato en el rocódromo que se ha construido en el interior de un antiguo silo de la fábrica azucarera de Santa Victoria.

Ser montañero y vallisoletano es algo así como ejercer de apóstata de los designios divinos; porque, digo yo, si Dios hubiera querido que uno se subiera a una montaña, al menos se la habría puesto delante (y probablemente bajita, para que sus pequeñas criaturas no se arriesgaran demasiado). Pero así somos los humanos, siempre pensando que el sol brilla más del otro lado, y en Valladolid, con una geografía tan fértil para ser patinador o bailar break-dance, la gente se compra chirucas y se va a trajinar por pendientes foráneas, e incluso el otro día salía en el periódico un entusiasta que se ha propuesto subir al Everest.

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