En teoría, la cosa obedece a que dentro de un tiempo hay que cortar el tráfico por el paso elevado del Arco de Ladrillo, la más espartana construcción de la capital, y para entonces tiene que funcionar como un reloj la arteria de Zorrilla, que absorberá aún más tráfico del habitual. De paso están trazando un carril para transporte público, aceras más anchas y en fin, otras cosillas que no están claras y que quedan abiertas a la imaginación y la charla de los jubilados de la zona, para los que el ayuntamiento no da una a derechas, y más con esta crisis, en la que sería necesario un referéndum para contar con un respaldo social mínimo para acometer cualquier gasto público.
En realidad, lo que joroba de las obras es que hacen añicos nuestro pequeño y esforzado equilibrio. El polvo, las vallas, los contenedores y las losetas apiladas son más fuertes que nuestras rutinas, y ni siquiera podemos contar con nuestra parada de autobús, con nuestro banco, con nuestro semáforo y los 26 segundos que nos garantiza para cruzar al otro lado (por cierto, la velocidad del peatón pucelano por segundo es mucho más alta que la del segoviano). La ciudad es como un gigantesco cuerpo que necesita que cada músculo se deslice siguiendo el mismo ritmo. La rapidez del sur acentúa los achaques del centro; los calambres del este se precipitan sobre el norte. Por eso en los carteles que han puesto en las vallas, se pide a los ciudadanos disculpas por “Las Obras”, así, con mayúsculas y entrecomilladas, como si se tratara de las del Escorial y si no las fuéramos a ver concluidas en nuestra humana existencia. Esas son las razones de estas y otras obras, y por eso el próximo verano volverá la pala y el baño de asfalto, porque las ciudades, y también quienes las habitan, avanzan así, sobre la marcha.

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