viernes, 16 de julio de 2010

Porteros no automáticos

En los años cincuenta uno de los nuestros emigró a Francia para ganarse la vida y después, para ver crecer a sus hijos, regresó y se puso a trabajar como portero en una casa de Madrid. Me contaba cómo su hijo mayor, en aquel pequeño bajo que les habían asignado como vivienda, recogía todos los periódicos y libros que tiraban a la basura los vecinos, y se los leía de cabo a rabo. Asimilando cada palabra de este material de desecho, el niño creció y estudió mucho, y logró un gran trabajo, que permitió al padre enorgullecerse de los humildes comienzos. Me he imaginado muchas veces a ese niño, tumbado boca abajo y leyendo sin parar cuanto caía en sus manos, escuchando al fondo los pasos y voces de esos vecinos para los que posiblemente sólo era el “chaval del portero”, y que desconocían que cada noche estaban sembrando páginas e ideas en su mente infantil. Servir a los otros, callar muchas veces, crea esa especie de fortaleza de resistencia.

En Segovia apenas conocí porteros. Uno, un par de ellos, bueno, un par de familias, porque la portería implicaba al hombre, que se encargaba de la seguridad y el mantenimiento del edificio, y también la mujer, que le ayudaba en la limpieza, y que permanecía en la garita haciendo ganchillo o viendo una televisión “de cuernos”. La mayoría de las casas de vecinos tenía la puerta del portal abierta, salvo por la noche. La llegada del portero suplente, el automático, fulminó las posibilidades del profesional tradicional. Al menos, eso creía.

Porque en Valladolid hay montones de porteros, conserjes, empleados de finca urbana, como prefieran calificarse. Y últimamente me dicen que están en progresión, primero porque no abundan las ofertas de trabajo en otros sectores, y segundo por la proliferación de urbanizaciones desparramadas que, cuando los propietarios se marchan a trabajar, quedan casi deshabitadas. Pero de las sólidas viviendas del centro, el portero nunca se fue. Hay incluso casos como el edificio de Las Mercedes, en el Paseo Zorrilla, durante mucho tiempo el más alto de la capital (luego llegó el solitario y frío Duque de Lerma), en el que cada uno de los cuatro portales cuenta con su propio portero. A veces les ves en el vestíbulo, intercambiando información. Porque de lo que no hay duda es que, sean los de antes o los de ahora, los porteros saben mucho. Saben de los movimientos de los vecinos, de sus amistades, de sus voces, de sus pequeñas catástrofes. Para saber les basta con mirar, porque ellos permanecen en su sitio, mientras todos los demás vamos y venimos.

Puede que haya porteros cotillas y algo jetas, con aires de sheriff en OK Corral, de acuerdo. Pero la mayoría de los que he tratado son amables, discretos y eficaces. Llevan el pantalón gris y el mono azul con más elegancia que muchos otros –tantos– el traje de diseño. Contra sus señoritos, que presumen de especialización, los porteros son hombres del Renacimiento que saben de contabilidad, mecánica, electricidad, fontanería, albañilería y carpintería, saben plantar a tiempo las hortensias, asegurar el césped cada primavera y dar lo suyo a las malas hierbas que se resisten a doblegarse. Y lo que es más difícil, saludan con la entonación exacta a todos y cada uno de los vecinos, aguantan sus quejas continuas, y charlan con ellos si se lo piden, porque, aunque no está escrito en el contrato, escuchar tabarras es otra de sus funciones. Trabajan y resuelven solos, el único equipo que conocen son ellos y sus circunstancias, y no sé si ni siquiera tienen un sindicato que les represente. Pero tengo claro que, si se declarara la guerra en el vecindario, posibilidad no del todo remota, los únicos con el temple y la visión de conjunto precisos para dirigirnos son los porteros, y no me refiero a los de fútbol.



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