jueves, 8 de julio de 2010

Vuelta a Villa Kirrin

Algo que me gusta mucho de las ciudades grandes es que tienen kioscos de prensa grandes. En Valladolid el kiosco más conocido es el de “la Chata”, en un ensanche de la calle Santiago, pero hay muchos más repletos de revistas. Yo me acerco a ellos con la misma veneración con la que acudía de niña a los puestos de pipas y chucherías, a pesar de que el botín suele ser siempre el mismo: un par de periódicos. En Teresa Gil, otra peatonal del centro, hay un kiosco que gana a los demás por el fenomenal despliegue de revistas, fascículos coleccionables, libros de bolsillo, postales y demás artilugios. Allí, en un rincón, me reencontré el otro día con “mis” Cinco, los de Enid Blyton, que ahora están siendo reeditados.

Aunque en casa había unos cuantos, la mayoría de los libros que leí de los Cinco, como los de los Hollister, esa familia ideal, o los 7 Secretos, los sacaba de la biblioteca, de la querida biblioteca de la Cárcel Vieja. Bastantes de ellos los leí en las tardes de verano, en las que iba un encargado municipal con una maleta repleta de libros y la abría en un banco de los jardines de los Huertos, cuando en el centro había niños y además podíamos ir solitos con siete u ocho años desde la Misericordia a la Plaza Mayor, desde las Jesuitinas hasta el 18.

Los Cinco eran dos hermanos –el mayor y responsable; el mediano e intrépido–, junto a su hermana pequeña, la dulce Ana, y su prima, Georgina, que odiaba ser una niña y se hacía llamar Jorge. El quinto de la pandilla era Tim, el perro más listo del mundo. Yo no sé cuántos veranos estuve leyendo a los Cinco; supongo que un buen día alguien me diría que eran historias para pequeñajos y relegaría los volúmenes al fondo de la estantería. Sin embargo, esas páginas de la prolífica Enid Blyton, que hasta que empezó a aparecer su foto en la contraportada creí que era un hombre, definieron de un modo perfecto y casi definitivo mi idea del verano y las vacaciones. Amigos, pantalones cortos, polos y camisas de cuadros, una cesta de picnic con pastel de carne y emparedados, un bote para arribar en una isla plagada de maleantes y unos padres casi ausentes, que sólo aparecían en el momento crítico y necesario.

De los Cinco hicieron una serie horrenda que para nada se correspondía con el mundo que yo había imaginado. Aunque, bien mirado, puede que yo fuera la equivocada, porque Enid Blyton era inglesa, y los paisajes sombríos que aparecían en la tele podían muy bien ser los de su tierra. Mi espíritu de los Cinco, el mundo libre y simbólico infantil, está mejor recogido en “Matar un ruiseñor”, maravilloso libro y maravillosa película, que transcurren muy lejos de Europa, en el sur de Estados Unidos. En ellos pervive, como en una bola de nieve de cristal, ese verano sin fin en el que, a partes iguales, nos aburríamos y entregábamos a la causa más inverosímil con toda la intensidad de la que nuestros pequeños cuerpos eran capaces.

Dado que las agencias de viajes no tienen ningún paquete programado con destino a Villa Kirrin, casa y centro de operaciones de los Cinco, la única posibilidad de un verano balsámico es que la biblioteca recupere aquella vieja maleta y me permita leer, una vez más, a la sombra de los castaños, saltándome los párrafos aburridos y deteniéndome en los que me dé la gana, comiendo una bolsa de pipas y bebiendo agua de la fuente. Vacaciones en estado puro.


P.D.- Cuelgo una versión de Neil Young del grupo que hoy tiene Santi, un niño (bueno, ha crecido) que vivió en mi barrio.


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