miércoles, 9 de marzo de 2011

Ansúrez y Bravo

Valladolid, cierto es, no siempre fue más grande que Segovia. Pero lo que no es verdad es que su crecimiento –al menos en su mayor parte– se lo deba a la Junta. El Duero marcó durante un par de siglos la frontera entre la España cristiana y árabe, y Pucela se quedó en tierra de nadie. Valladolid llega al siglo X con poco más de 2.000 habitantes y Alfonso VI, que veía la cosa ya consolidada por Toledo, le dijo a Pedro Ansúrez, colega y conde de confianza: “mira Pedro, ya sé que Valladolid está hecho un solar, que por no tener no tiene ni torreón de defensa, pero vamos a tiempos de paz y es una tierra muy llana con un par de ríos majos y, bueno, está en todo el medio, vayas de norte a sur o de este a oeste… Habla con tu mujer y a ver qué se os ocurre”. Tal cual se lo dijo (bueno, en castellano muy antiguo), y Pedro se lo contó a su esposa, Eylo, un nombre bonito y raro, que por la Baja Edad Media estaba de moda, como Mayor, Ordoño, Alvar, Urraca y Rui.

El conde era súbdito leal, y la condesa, virtuosa; tenían el talento, el dinero y, sobre todo, el poder para conseguir su propósito. Trasladaron a los pobladores de sus dominios al norte del Duero, como Carrión y Saldaña, al despoblado sur, a Valladolid especialmente, pero también a Iscar y a Cuéllar. Para que Valladolid abandonara su aire hortelano, construyéronse un palacio, del que nada queda; una colegiata, de la que apenas queda, y la iglesia de Santa María de la Antigua, de la que hoy queda el nombre, ya que la actual se construyó bastante después. Como en tantas de estas historias, no se sabe si fue verdad o no que la condesa se puso a construir el puente Mayor, el primero en la capital del Pisuerga, cuando su marido estaba de viaje, y dicen que cuando regresó Pedro cogió un cabreo supino porque le parecía que el puente era muy estrecho, y hubo que reconstruirlo con ancho doble.

Gracias al ahínco de Ansúrez, el plano urbano de Valladolid creció en poco tiempo, pasando de ser una especie de pequeña patata frita a una esparcida loncha de beicon, y logró así sentar las bases de la que llegaría a ser capital de la Corona de Castilla. Ansúrez hizo su trabajo, en un tiempo en el que se podía hacer ese trabajo: si hoy en vez de ciudadanos hubiera vasallos, con un solo barrio de Madrid se llenarían las Tierras Altas sorianas.

Pero las repoblaciones del conde no son hoy materia de conversación de los vallisoletanos: Ansúrez es, simplemente, el tipo que tiene una estatua en la Plaza Mayor. Un bronce que le traza como un héroe romántico y airado, y que no se parece demasiado al retrato más antiguo del conde, en el que aparece con gesto risueño y rasgos delicados.

A sus pies los vallisoletanos se sientan a pasar el rato, y su relación con el viudo de Eylo es tan cariñosa que en las fiestas de San Lorenzo le anudan al cuello el pañuelo morado de las peñas, y cuando protesta cualquier colectivo en la plaza Mayor le plantan la pancarta correspondiente. Y el conde acata muerto las decisiones de la masa, igual que en vida la masa acató las suyas.

En Segovia no tenemos un repoblador oficial, como sí lo tienen en Valladolid, o en Burgos, con el Conde Porcelos, o en León, con Ordoño I. Pero tenemos la estatua de Juan Bravo, expuesta a las manías de la gente o a los adornos de cada estación. Diferencias: el pedestal de Juanito es de granito de Guadarrama, y el de Pedro, de caliza de Campaspero; aunque los dos llevan faldas, la del conde es más larga, y su pelo también; los dos sujetan con una mano la espada y con la otra el pendón de Castilla. Y, curioso, el pie que adelanta Bravo es el izquierdo, y Ansúrez, el derecho. Por detalles más tontos se han iniciado guerras civiles.



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