En los noventa entrevisté a un niño que me contó que de mayor quería ser sindicalista, como su padre, para defender a los trabajadores. No sé qué habrá sido del chaval, que era simpático y espabilado. Me pregunto si hoy habrá algún niño que se atreva a responder eso mismo. Para algunos, un sindicalista es un jeta, o en el mejor de los casos, un señor que come gambas. Aunque la bolsa de congeladas no sea demasiado cara, desde luego menos que una sandía, se ve que los sindicalistas tienen fijación con las gambas: los patronos deben ser frugales y vegetarianos.
Algo que me sorprendió cuando llegué a Valladolid fue la fuerte identidad obrera. Barrios enteros se construyeron para alojar a las familias que vinieron, muchas de los pueblos, a trabajar en la industria del automóvil. Gente que no tenía nada y que trabajó duro para ganarse un jornal y, poco a poco, sus derechos, contenidos en esa palabra mágica: “convenio”. Conquistas comunes que, en las ciudades pequeñas, sin industria y con empresas familiares y atomizadas, casi no se conocían. Los afiliados de entonces hoy ya no están, y, en este mundo de yo-me-mí-conmigo poco queda de ese orgullo de pertenencia a un gremio. Pocos se sienten identificados como “trabajadores”, si acaso con su segmento profesional, con sus específicas reivindicaciones, que a veces chocan entre sí. Las de los pensionistas, con la mayor esperanza de vida conocida, con las de los mileuristas, con dificultades para sumar años de cotización; las de los interinos, con las de los que opositan. Las de los empleados públicos y sus trienios, con los de las empresas privadas, en las que sumar antigüedad es pecado… No sé si la lucha de clases está obsoleta, pero desde luego la lucha de unos contra otros está de plena actualidad. El discurso de los sindicatos vadea entre todo ello, tratando de agradar o al menos no molestar a sus clientes fijos, que suelen ser precisamente los que tienen más estabilidad, y eso les impide proyectar palabras que ilusione al resto, que es la mayoría.
Tampoco les ayuda, y de eso no tienen la culpa, que unos cuantos políticos jueguen cada día a hundir el sistema y a prometer la tierra de la leche y la miel. En medio de sus rebuznos, las reivindicaciones de los sindicatos son un prodigio de moderación y sentido común -también suenan aburridas y demasiado previsibles-, porque ellos sí saben que con las cosas de comer no se juega y que, si tiramos todo por la borda, los únicos con salvavidas no son precisamente los del jornal.
Este descrédito de los representantes de los trabajadores nos llega en el peor momento, tras la crisis del 2008, la pandemia y el remate de Ucrania. Algunos ya han tenido que pedir préstamos para hacer frente a la compra del supermercado, y a la vuelta está septiembre. Mientras sudábamos en este verano tórrido nos avisaban de que en invierno pagaremos el doble por mantener el radiador medio templado. Con esas contradicciones viene el futuro inmediato, para los trabajadores y también para los que aspiran a serlo. No se trata de unos pocos sectores afectados, sino de muchos, aunque los más tocados ni siquiera estén lo bastante organizados como para pedir turno y convocar una concentración en la Plaza de Colón, el manifestódromo de Valladolid.
La luz decía Antonio Gamoneda que era de todos los hombres, y que la tierra también lo sería algún día, pero últimamente caminamos en sentido contrario y la luz es más que nunca de Iberdrola. Las cuentas no salen y la gente pedirá soluciones, y si no hay camino dimisiones, que en realidad es un blanco más fácil. Habrá manifestaciones, tal vez no muy numerosas, porque lo de sujetar la pancarta cuesta, y más ahora que perdimos la costumbre de la presencialidad y algunos prefieren protestar en el coche, para ir cómodos, abultar más y hacer ruido. Pero las quejas que hay que contabilizar son las de los ciudadanos de a pie, una por persona, como los votos, no sea que la furia de unos pocos silencie el sufrimiento del resto. Ahí, en dar voz a la mayoría, deberían estar los sindicatos. Desperezarse de sus rollos habituales, no desgañitarse entrando en provocaciones estériles, dejar de otorgarse patentes de corso y ganarse su jornal, que consiste en dar la cara por los trabajadores, que tienen demasiado miedo para defenderse a sí mismos.
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