martes, 23 de agosto de 2022

La maldición de la belleza


Llevaba años sin pasar más de una noche seguida en Segovia. Compruebo que sigue importándome mucho, aunque no entienda bien lo que está pasando y hacia dónde va esta ciudad tan pequeña, que vive ensimismada en su belleza. Hace tiempo que odio cuando, al comentar que soy de aquí, el interlocutor responde “Me encanta Segovia, es preciosa”, o algo parecido. La belleza encierra siempre una condena, y desde luego la ciudad la está pagando. Este verano me he encontrado con mi gente de siempre, gente que me importa de verdad y se quedó aquí. El sol no reluce hoy en ninguna parte, pero la queja es coincidente. Nada se mueve. Ese es el resumen. Por eso lo de la maldición de la belleza: si se trata de conservar, que nada cambie puede parecer una virtud. Pero entremedias de lo romano y lo románico, hay ciudadanos, que tienen una vida, que posiblemente no pasará a la posteridad, pero vida, al fin y al cabo.

Es simbólico el cambio de los jardines del Alcázar. Busco la arena junto a los bancos en los que me sentaba con mis padres de niña, en la que me entretenía dibujando con un palito. Ahora todo está cubierto de piedra, y sí, la entrada es lisa y despejada, más cómoda y accesible para los miles de visitantes que recibe. Trona un altavoz, y les habla a ellos, no a mí, que ya voy sobrando en este orden orwelliano. Esa sensación de orfandad, cuando el sitio en el que naciste está, pero no es, se amplía a la Plaza, a esos bancos en los que se sentaba la gente mayor que vivía en pisos hoy cerrados o remozados para acoger turistas o estudiantes, con alquileres desorbitados. La Plaza ya es territorio comanche, y la Calle Real en su conjunto, donde ya huele más a gofre que a asado.

Los segovianos han retrocedido y creado nuevos asentamientos más allá de intramuros. Fernández Ladreda, ahora Avenida del Acueducto, es el nuevo centro. Los barrios del ensanche, donde se asentaron los funcionarios y pequeños empresarios en los setenta, hoy también tienen pocos niños. Las parejas jóvenes marcharon aún más allá. Segovia ya no es la Plaza, eso es Old Segovia. Segovia ahora toma cañas en las terrazas de San Millán, de José Zorrilla, de Nueva Segovia o en el extrarradio. Si quiero encontrarme con antiguos compañeros de instituto, imposible verlos a menos de dos kilómetros de la Catedral. El epicentro social es el Mercadona de La Lastrilla o de Nueva Segovia, ahí sí que hay segovianos normales, corrientes y dolientes.

En los pisos con precio más asequible (aunque nunca lo es), se van asentado nuestros nuevos vecinos, más segovianos ya que yo misma, que vienen de aquí y de allá. Son muchos, y me sorprende no conocer todavía a ningún concejal ni portavoz que los represente. Escucho la radio y parece que nada ha cambiado, pero ya no hay nada igual, nada.

Echo en falta dejar de hablar de lo que fue y ponerse a hablar de lo que es. La estampida de segovianos, y posible retorno. Los nuevos segovianos. Y en medio, Segovia. ¿De quién es Segovia? Porque no me creo eso de que sea Patrimonio de la Humanidad. ¿De los pobres de Malawi, de las mujeres afganas, de Biden y Putin? En un pequeño porcentaje, y solo moralmente, no en euros, ¿es de los segovianos? Sí, supongo que lo es, o debería de serlo. El centro parece sacrificado a su destino. Pero llorando por lo perdido se ha dejado que acampen los que tienen claro cómo beneficiarse de él. A mí me gustaría asistir a un debate con los dueños de Segovia. El Alcázar tiene dueños; la Catedral, también; los locales en los que se asienta nuestra hostelería y los inestables comercios de la Calle Real son de gente e instituciones, y no de mucha gente e instituciones, apenas un puñado; los usos de los espacios más bonitos de la ciudad están determinados en buena parte por la hostelería, quiero decir por los dueños, no por los camareros; la universidad, especialmente la privada, está creando una tensión insólita en la vivienda, que es inaccesible para habitantes permanentes y que acabará en manos de inversionistas. A lo mejor estaría bien saber si todos ellos, o al menos alguno, tienen algún plan para la ciudad, o si solo se trata de arramplar con lo que puedan y luego ya veremos.

A lo mejor era también interesante y democrático escuchar a los que viven en los huecos menos deslumbrantes y se dedican a ganarse un sueldo sosteniendo la tramoya de este gran parque temático en el que la ciudad se ha ido convirtiendo. Porque Segovia será de unos pocos, pero a Segovia la mueven, como ya se vio en la pandemia, camareros, limpiadores, dependientas, cuidadoras de ancianos, albañiles, mecánicos, maestros, enfermeras… y hasta los denostados funcionarios. También la sostienen con sus impuestos, y son los que votan, por cierto.

Ese muro entre la Segovia de escaparate y la de andar por casa debe ser mínimo, casi imperceptible. Si los segovianos se sienten incómodos y ajenos en su propia Plaza Mayor tenemos un problema, por muy mona que quede en las fotos de los turistas. A veces pienso que los visionarios de aquel Panorámico, hoy presa de la maleza, no andaban tan desencaminados. Solo que lo proyectaron al revés: al casco antiguo se lo ha merendado el turismo, y a este paso van a ser los segovianos los que tendrán que utilizar el Panorámico para reunirse en algo parecido a su ciudad.

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