domingo, 10 de enero de 2010

Vuelta a casa

Hasta los quince años, más o menos, pensaba que de adulta seguiría viviendo en mi barrio de siempre, en el casco antiguo, a ser posible en la calle Velarde, que era mi favorita. Años después, viví de alquiler en un piso bastante cercano a esa zona, aunque hoy, en perspectiva, no recuerdo aquel tiempo como especialmente feliz. Siempre me han inquietado esos pueblos pequeños y aislados en el páramo, con un núcleo de casas que se comunica, como una península, con un minúsculo y tapiado cementerio, destino de los paseos diarios de sus vecinos. Para muchos, un par de kilómetros cuadrados han sido todo el escenario de su existencia, lo que hoy puede causar espanto, cuando hay tanta gente que suspira por autorretrarse todos los veranos lo más lejos posible de su casa. Sin embargo, pocos, poquísimos se desprenden de sus raíces, y hay algo que te impulsa a regresar, con la ilusión de un indiano, y contemplar el camino recorrido.

Vivir de renta supongo que a algunos les parece inseguro, aunque yo, después de casi veinte años de experiencia en el tema, creo que la provisionalidad tiene bastantes ventajas –una no pequeña es saltarse las reuniones de propietarios– y se adapta bien a los meandros de esta vida tan breve. En Palencia compartí piso con dos chicas que no se hablaban entre sí, y tenía por vecinos arriba a un niño que cada mañana estampaba el tazón de cereales contra nuestra colada y abajo unas mujeres que cada noche juntaban a veinte vecinas para rezar un sonoro rosario. En Madrid estuve en el piso de una divorciada que vengó sus recuerdos alquilando el inmueble con todos los detalles de la vida matrimonial dentro, recuerdos de viaje, fotos y libros dedicados incluidos.

Cuando llegué a Valladolid viví con unas chicas que tenían un gato que me amargaba la existencia. Para poder tener un buzón para mí sola me instalé después en un “apartamento” que pasaría fácilmente por un cuarto de calderas, y luego fui a un piso soleado y medianamente normal, en el que comencé a conocer las beneficiosas rutinas de la vida doméstica. Recuerdo la primera visita a la casa en la que estoy ahora, el salón vacío, grande y luminoso, en el que inmediatamente imaginé corriendo feliz a mi primer hijo, un bebé por entonces. También mis caseros, cuando compraron este piso, soñaron con que sus hijos crecieran en ella, en su Valladolid natal, y sin embargo el trabajo les llevó, sin vuelta, a Madrid. Supongo que unos vivimos en los sueños de otros, y otros viven en los nuestros.

Tu casa marca tu orden y tu desorden, lo que has hecho y lo que está pendiente. Hacer las maletas exige una tarea física y también exige desprenderse de la mayoría de lo que tu casa guarda para elegir lo esencial, lo que te acompañará a otra parte. Creo que todos los que hemos vivido, estudiado y trabajado muchos años fuera hemos fantaseado con poder irnos sin maleta alguna, con las manos en los bolsillos, y no con esa especie de bola de presidio con ruedas. La maleta, aunque la escondas de tu vista debajo de la cama, te susurra por la noche: “Recuerda que las vacaciones se acaban, recuerda que tienes que volver a casa”. “¿A casa? ¿Pero es que Segovia ya no es mi casa?”, te preguntas, sin encontrar una respuesta convincente. De vuelta a Valladolid, deshaces las maletas, riegas las plantas y pones la cafetera. Suena el teléfono. “Sí, la carretera bien. Ya estamos en casa”.


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