Vivir de renta supongo que a algunos les parece inseguro, aunque yo, después de casi veinte años de experiencia en el tema, creo que la provisionalidad tiene bastantes ventajas –una no pequeña es saltarse las reuniones de propietarios– y se adapta bien a los meandros de esta vida tan breve. En Palencia compartí piso con dos chicas que no se hablaban entre sí, y tenía por vecinos arriba a un niño que cada mañana estampaba el tazón de cereales contra nuestra colada y abajo unas mujeres que cada noche juntaban a veinte vecinas para rezar un sonoro rosario. En Madrid estuve en el piso de una divorciada que vengó sus recuerdos alquilando el inmueble con todos los detalles de la vida matrimonial dentro, recuerdos de viaje, fotos y libros dedicados incluidos.
Cuando llegué a Valladolid viví con unas chicas que tenían un gato que me amargaba la existencia. Para poder tener un buzón para mí sola me instalé después en un “apartamento” que pasaría fácilmente por un cuarto de calderas, y luego fui a un piso soleado y medianamente normal, en el que comencé a conocer las beneficiosas rutinas de la vida doméstica. Recuerdo la primera visita a la casa en la que estoy ahora, el salón vacío, grande y luminoso, en el que inmediatamente imaginé corriendo feliz a mi primer hijo, un bebé por entonces. También mis caseros, cuando compraron este piso, soñaron con que sus hijos crecieran en ella, en su Valladolid natal, y sin embargo el trabajo les llevó, sin vuelta, a Madrid. Supongo que unos vivimos en los sueños de otros, y otros viven en los nuestros.
Tu casa marca tu orden y tu desorden, lo que has hecho y lo que está pendiente. Hacer las maletas exige una tarea física y también exige desprenderse de la mayoría de lo que tu casa guarda para elegir lo esencial, lo que te acompañará a otra parte. Creo que todos los que hemos vivido, estudiado y trabajado muchos años fuera hemos fantaseado con poder irnos sin maleta alguna, con las manos en los bolsillos, y no con esa especie de bola de presidio con ruedas. La maleta, aunque la escondas de tu vista debajo de la cama, te susurra por la noche: “Recuerda que las vacaciones se acaban, recuerda que tienes que volver a casa”. “¿A casa? ¿Pero es que Segovia ya no es mi casa?”, te preguntas, sin encontrar una respuesta convincente. De vuelta a Valladolid, deshaces las maletas, riegas las plantas y pones la cafetera. Suena el teléfono. “Sí, la carretera bien. Ya estamos en casa”.
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