viernes, 2 de noviembre de 2018

Con el Ramoncín también pasó


Estos días he pensado mucho en el Ramoncín. Ojo con el artículo, porque no me refiero al de la chupa de cuero, sino a la fuente también conocida como el “niño meón”, que durante algún tiempo lució en la plaza de Corpus. Por entonces el alcalde era Ramón Escobar, y a alguien se lo ocurrió lo del diminutivo para darle palos al edil y de paso a aquel surtidor que se colocó con poco tino, todo hay que decirlo, en medio de la calle Real. “Ramoncín” fue protagonista de bastantes titulares, aunque como por entonces no había Facebook la única cancha de los partidos de la oposición era el periódico y la radio. Como no podía ir contra su naturaleza, el niño meón comenzó a hacer lo propio, y día sí, día no, aparecía un chorrillo de agua atravesando la principal calle peatonal del centro. Duró lo que su promotor en el cargo, y al mes de llegar al sillón por carambola José Antonio López Arranz, el chirimbolo fue retirado sin hacer ruido, y a saber dónde fue a parar.


Colocar fuentes, placas y esculturas es facultad de los de arriba, muy aficionados a lo de inaugurar. Si en sus decisiones no les asistió la razón, también es gracia de los que democráticamente les sucedan proceder a retirarlas. Así es el juego, y ni es malo, ni es nuevo. Tampoco todos recibieron bien la irrupción del desafiante Juan Bravo en medio del equilibrio románico y renacentista de la Plaza de Medina del Campo, aunque hoy nos sea difícil imaginarla sin él. Cuando tenemos algo bello y cimentado por los siglos, y Segovia lo es, la premisa más prudente debiera ser “alteraciones, las mínimas”. Sin embargo, son varias las estatuas que se han añadido en el casco antiguo que no existían en mi niñez. Y todavía las miro de reojo, sea porque no me convencen, sea porque encontraba más bello el suelo empedrado y el muro de piedra que ahora tapan, sea porque sus dimensiones son desproporcionadas para el lugar donde se han anclado, como ocurre con el capuchón de San Agustín, que más que invitar al recogimiento, asusta. La de Antonio Machado también soportó críticas, y aunque me sigue pareciendo un poco cabezón, me he acostumbrado a su presencia, por su muda mansedumbre, sea con los turistas, con los gurriatos o con los puestos del mercado de los jueves.


No sé si por la mala baba de las redes sociales o por esta especie de veneno estéril que se ha instalado en el debate político, con el diablillo que ahora se anuncia para la subida de San Juan las cosas no han sido así. Podíamos haber hablado de si tiene que estar o no estar, de si es una horterada o un clásico en potencia, de si es cara su ejecución o si es una partida bien invertida. Pero no. Todo a la yugular, no vamos a ser menos iracundos en Segovia que en otras partes, y todo fuera de lo razonable. No creo que hubiera ningún propósito antirreligioso en sus promotores: más bien lo que revela es que, guste o no, para la inmensa mayoría el diablo ha pasado a ser solo un personaje de leyenda, y en todo caso si hubiera algún diablo contra el que luchar no podría ser más poderoso que la avaricia y la crueldad que mueve el mundo, y a todos nosotros. Esa anecdótica brigada ortodoxa ha permitido al bando municipal atribuirse el papel de paladín de los derechos humanos, de la modernidad y de la libertad de expresión, neutralizando cualquier crítica que pudiera recibir su propuesta y disfrazando de virtud moral lo que no deja de ser una simple y desde luego no infalible decisión de política local: poner o no una estatua.

Hay que recuperar las enseñanzas de una fuente sin ínfulas de trascendencia, que se colocó en la calle Real y que un buen día, por anodina, mandaron a la Patagonia. Así fueron los hechos, porque los argumentos, de unos y otros, se los llevó el viento. De hecho, uno de los motivos que alentó la retirada de “Ramoncín” fue que hurtaba un espacio público, el mismo que hoy está ocupado seis meses al año por las mesas de las terrazas.



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