miércoles, 5 de diciembre de 2018

Un aire de Adviento


El frío de las mañanas de diciembre, las cuestas empinadas, lo que nunca se termina y el Adviento: ahí estamos. En la catequesis jugábamos a canjear cada buena obra que hacíamos por unos recortables. Pañales, una manta, una viena, un leño para calentar a un niño Jesús desnudo que dibujábamos sobre un lecho de paja. No era tan fácil hacer buenas obras ­–ni saber qué era una buena obra–; quizás sería más preciso decir que tratábamos de no hacer obras demasiado malas. Al final, un puñado de ofrendas siempre surgía antes de la noche del 24 de diciembre, que era nuestro objetivo.

Hoy firmaría por un Adviento permanente. El de la espera, el de hacer algo –si no bueno, no demasiado malo– escarbándote por dentro. No hay demasiada prisa por coronar la meta. Con el tiempo empiezas a medir las estaciones que te quedan, las veces que verás cómo se agosta el campo o cuántos eneros cubrirá la nieve la sierra, y no parecen ya suficientes para andar con experimentos, ni empezando de cero. Aunque escucho eso de que falta empatía, puede que más bien nos esté sobrando. El sufrimiento tiene gran prestigio e inunda las calles sin apenas resistencia, y hay deserciones en masa por los regueros de la desesperación o de la ira, que vienen a contaminar de forma igual los frutos.

El Adviento dice: espera y haz. Por eso prefiero y entiendo mejor esta etapa que la de la Cuaresma, pese a que la segunda conduzca al culmen de la resurrección. No puede pedirnos Dios a esta pandilla de pusilánimes que nos refugiemos sin temor en la eternidad, cuando nos ha trasladado aquí, a este hoyo, tan lejos de todo ese frío brillo de lo perfecto… Ser humano es identificarse, mal que nos pese, con ese señor friolero del chiste, que pasó la vida entre mantas y estufas y que fue derechito al cielo, pero como allí estaba destemplado pidió a san Pedro un traslado al purgatorio, y luego al infierno, para caldearse un poco.

En esta etapa, en la que voy a más funerales de los que quisiera, aunque asuma que sean los que me correspondan, escucho palabras sobre la vida eterna; palabras incomprensibles, porque no podemos ser otra cosa que lo que somos, vecinos de este mundo. Aunque me gustaría, no encuentro consuelo para la pérdida de hoy en la abundancia del mañana.

Sin embargo, el Adviento es otra cosa. Está hecho a la medida de estos pobres humanos, con taras de serie y exhaustos, que caminan hacia delante casi por impulso, y que se despiertan antes de que suene el despertador, a ver qué pasa hoy en esa calle fría, a cuatro días de las primeras cencelladas.







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