Podríamos resumir Qué bello es vivir como la historia de un hombre derrotado que quiere morir, hasta que un ángel le hace ver que su vida ha sido hermosa y necesaria. En parte la película de Capra es eso, pero no solo eso. Este clásico, cosido como pocos a la memoria navideña de varias generaciones, cuenta también cómo un pueblo, Bedford Falls, lucha para superar la larga depresión económica de los años treinta, tras el crack del 29.
George Bailey se ve como un fracasado, que ha arrinconado una y otra vez sus sueños para hacer lo que debía: proseguir la tarea de su padre al frente de una pequeña compañía de préstamos que ha permitido a sus empobrecidos vecinos “nacer, vivir, trabajar y morir al menos en una casa, con una habitación, una cocina y un baño”. Humillado y hundido por diversas circunstancias, George se ve incapaz de seguir adelante, y es entonces cuando Clarence, ese ángel maravilloso en gayumbos, un “ángel de segunda clase”, le muestra por qué cada vida tiene su sentido, aunque el ahora a veces ahogue e impida ver más allá.
He visto decenas, puede que hasta ya más de un centenar de veces la película. Con los años, más que la presencia del ángel Clarence, lo que más me maravilla es la gente, los vecinos de George. Desprotegidos de todo, no tienen otra que tomar las riendas de sus propias vidas. Hay un momento cumbre, cuando por las malas artes del rico del pueblo quiebra la compañía de empréstitos.
Todos los que han ido ingresando mes a mes un puñado de dólares para respaldar la construcción de sus casas, y a la vez las de sus vecinos, se agolpan en la puerta de la oficina de los Bailey, asustados. El primero de la cola lo deja claro: “Quiero mi dinero. Todo”. Y no cambia de parecer, aunque George le diga que, aunque es verdad que el dinero es suyo, no puede dárselo en este momento; que está sirviendo para financiar su propia casa, y la de todos sus vecinos. Da igual; el hombre insiste, y hay que dárselo todo.
Detrás llega una vecina que pide con humildad solo “17 dólares con cincuenta centavos”, la cantidad exacta que precisa para seguir adelante. A partir de ahí, cambia todo, y -ahí está el auténtico milagro- cada cual acepta menos de lo que pretendía. Reclama lo que estrictamente necesita, y eso permite salvar la caja, y también garantizar que la compañía y las viviendas de todos sigan adelante.
Esta escena es hoy mi preferida de toda la película, porque para lograr hazañas no se requiere de ángel alguno, si no de nuestra capacidad para ser honestos con nosotros mismos y con los demás. En estos tiempos extraños hemos tenido que levantarnos cada día con una losa muy pesada, que algunos parecen querer “aligerar” a base de ira, de culpas, de victimismo. Cada informativo está lleno de colectivos -o territorios- que piden “lo suyo”, sin entrar en detalles sobre de dónde se saca o cómo afecta al resto que se atiendan sus demandas. El “quien no llora, no mama” ocupa un espacio privilegiado en las noticias, lo que siempre resulta molesto, pero en estos momentos de necesidad extrema las demandas de algunos resultan directamente impúdicas. Sobre todo, porque los más débiles ni siquiera tienen portavoces que les defiendan.
Otra cosa que ustedes no encontrarán en Qué bello es vivir es a ningún político ni representante de colectivo alguno prometiendo lo imposible y echando la culpa a todos menos a ellos mismos cuando, como es previsible, no puedan cumplirlo. Claro que en los tiempos de George Bailey nadie esperaba nada de los de arriba porque la protección social era inexistente, y ahora por fortuna sí la hay, aunque tenga sus limitaciones. En este momento crítico, más que en ángeles quiero creer en que nuestros representantes, en lugar de preocuparse por ser los más guapos y votados, tomen decisiones justas y honestas. Que aten corto a los Potter de turno y a los bocachanclas que de-todo-se-quejan-y-todo-lo-quieren, y se ocupen de los del pelotón, de esa mayoría que hace pacientemente cola en silencio. Y Feliz Navidad, Bedford Falls.
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