No hacía mucho que había terminado la guerra, y la supervivencia era todo un arte. Había un señor en el barrio de San Marcos al que los vecinos conocían como ‘el periodista’, porque iba de casa en casa prestando unas novelitas en papel de periódico, a cambio, es de suponer, de alguna propina, fuera céntimo o algo de comida. También dejaba un ejemplar en la puerta de mi abuela. Con cinco hijos a cuestas, no sé si encontraría un momento furtivo para leer esos ejemplares que prometían amores, intrigas, desdichas y aventuras. Al menos, esa entrega semanal le recordaría que había otros mundos, en alguna parte.
Hace tiempo compré una de esas revistas en una feria de libro viejo. Era de la Revista Literaria Novelas y cuentos, la más famosa de las colecciones que se editó en España en esos años. Fue fecunda: 1842 números, desde 1926 a 1966, un hilo solo interrumpido durante la guerra. El número que encontré era de la última época, una obrita de Stefan Zweig, que sigue en las librerías hoy en una buena edición, con papel de calidad. Pero las palabras y esencia ya estaban ahí, en esas páginas de papel prensa, tosco y amarillento.José Nicolás Urgoiti, el impulsor del proyecto, se marcó el objetivo de llevar la lectura de calidad a la mayor cantidad posible de lectores. Una meta ambiciosa, porque entonces no había libros en las casas, si acaso algún volumen religioso. No fue hasta los setenta cuando llegó el libro de bolsillo, y la colección de clásicos de Salvat llenó las baldas de los aparadores de toda España.
Pero es que hablamos de 1926. El primer número de Novelas y Cuentos fue Un asunto tenebroso, de Balzac. El segundo, La guerra de los mundos, de Wells, por 20 céntimos. Y así Verne, Chesterton, Poe, Austen, Tolstoi, Goethe, Carlos Dickens o Carlota Brontë, como aparecían sus nombres de pila, en castellano. Y con similar peso, españoles: Baroja, Valle Inclán, Azorín, Galdós… y también contemporáneos, como Jardiel Poncela, Benavente, Fernández Flórez y otros muchos entonces valorados y hoy en el olvido. La isla del tesoro, por ejemplo, vendió 55.000 ejemplares; Jekyll y Hyde, 45.000. Novelitas al acceso de cualquiera, introducidas por unas deliciosas descripciones argumentales, nada pretenciosas: “Un joven inglés, un tanto extraño, vive entre mujeres y no acaba de enamorarse, rodeado de un mundo pintoresco de gentes frívolas” (El cuarto de Jacob, de Virginia Wolf).
La larga vida de Novelas y cuentos, y su enorme labor cultural, no obedeció solo a la nobleza del proyecto, sino también a un hábil enfoque empresarial. Urgoiti compaginaba publicaciones de autores clásicos, a los que no había que pagar derechos, con otros actuales; pese a su espartana publicación, la edición era limpia, y el blanco y negro se compensaba con unas portadas de color de buenos ilustradores, como Manolo Prieto, el creador del toro de Osborne.
Me alegré al encontrar, hace unos meses, un estudio muy reciente sobre la historia de la revista literaria, que recomiendo, con multitud de datos sobre Urgoiti, un apéndice completo del contenido de todos los números y numerosas portadas. Más casualidades: el autor, Antonio González Lejárraba, conoció Novelas y Cuentos en los veraneos que pasó en Segovia, en la casa familiar, puerta con puerta con la sede antigua de este periódico. Sus abuelos, como lo fue la mía, habían sido lectores de la revista, y por suerte guardaron muchos de sus números. Tal como ponía en la portada de una de las novelitas de la serie, de Colette: ‘Recuerdos de niñez en el rincón natal. Es la vida que vuelve cuando no se espera’. Sí, Urgoiti logró su objetivo. Contribuyó a formar el gusto literario de varias generaciones y, lo que es más importante, facilitó que entraran en muchas casas novelas y cuentos que eran, y son, compañía segura en las circunstancias más difíciles.
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