martes, 9 de junio de 2020
El mundo sin nosotros
En el soldadito de plomo eran los juguetes los que hablaban cuando los niños dormían. En la ciudad, con el toque de queda, las palomas repasan la hierba como gallinas borrachas, sin prisa. Los jabalíes hozan en los contenedores de basura de las urbanizaciones, y algún corzo se atreve a brincar en el asfalto. En el patio que veo por mi ventana, la vegetación ha seguido sus planes. El ciruelo floreció, la lluvia esparció los pétalos blancos por el suelo y ahora ha regresado la plaga que agarra sus raíces y mengua su energía. Los lilos ya se acorcharon, la camelia se deshojó y cedieron el testigo a las hortensias y a las matas de espliego. Ha llovido como nunca y los setos de boj abrazan los bancos, que aún no sabemos en qué fase pueden ser ocupados, porque no mueven la economía.
Hay quienes dicen que, mientras nosotros no estábamos, la naturaleza recuperaba fuelle, y que ella sola se guiaría con más sentido común que el que nosotros demostramos. Es verdad que somos lobos para el hombre, y para la mujer, y para todo, pero la naturaleza tampoco sabe adónde va. No puede saberlo, nunca lo ha sabido a través de los siglos, aunque es cierto que, en su caso, sin intención ni beneficio, porque no está en su mano controlar ni su generosidad, ni su crueldad.
Pienso en el cuento de la bella durmiente, cuando ella permanece en trance en su lecho, y el palacio se cubre de inmediato de espesísima vegetación. Espinos impenetrables, como un encaje maldito, protegían el camino, e incluso agredían a quienes se intentaban rescatar a la princesa. Pero que de pronto, un siglo o un tiempo que se hizo como un siglo, la maleza se aparta servil para dejar paso al elegido, el que despierta del letargo a todos los humanos del castillo salvaje, y la princesa, y los reyes, y los caballeros, y las cocineras, y los lacayos, y los niños pobres, y los conspiradores del reino, y los ladronzuelos, todos, volvieron a la calle, al sendero y al bosque.
Las gentes confinadas del cuento regresaron a su normalidad tal como eran antes del letargo, sin ni siquiera percatarse de su larga ausencia. Nosotros, cuando podamos salir a cuerpo y vagar sin rumbo por la hierba y por el asfalto, ya no podremos ir tan ligeros, porque hemos sido el pueblo durmiente y a la vez esos guerreros que iban soltando lastre y sumando heridas tratando de avanzar.
Estaría bien que en este tiempo hubiéramos aprendido a entretenernos sin arrasar ni hacer tanto ruido, pero a saber. En todo caso es seguro que la naturaleza ni quiere ni puede guardarnos rencor, porque nos ha regalado todas estas tardes lluviosas para amansarnos mirando por la ventana, en lugar de escapar desesperados, buscando la primavera. O igual también ella leyó cuentos y, como el gigante egoísta, pensó que, si no lo pisa nadie, hasta el mejor jardín termina por no ver sentido a florecer. Sí, estaba muy bella Segovia y puede que el mundo entero sin nuestra presencia. Pero qué miedo daba.
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