Yo un año fui paja, bueno, la paje, si respeto el diccionario y considero que paje, ese puesto que tradicionalmente ejercían los hombres, puede considerarse como un sustantivo de genero común. Pero voy a ponerme burra –y no la burro, porque burros hay de los dos géneros–, y diré que yo fui paja. Aquello ocurrió a principios de los noventa, bajo el séquito del rey Melchor, que no Melchora, al menos aquel año. A mí la verdad me gustó que fuera Melchor, y además el que estaba bajo las esponjosas barbas desde entonces es mi amigo. Creo recordar que fue ese enero la cabalgata en la que se estrenaban los fantásticos trajes que dibujó y cosió Herminia, con el apoyo de Nati, de Agenda, unos ropajes brillantes y a la vez respetuosos con la tradición, como debe ser una cabalgata, que se construye con memoria y sueños.
Bueno, que me desvío. Fui paja, y me pusieron un tocado que era como un cono del revés, un peto de terciopelo y un blusón con bordados adamascados, y me pintaron los ojos profundos y las mejillas doradas, y yo creo que los niños no sabían si ese día yo era una paja o un paje, o un selenita recién aterrizado. Y repartí caramelos, y recogí cartas (todavía escriben cartas los niños, y pueden esperar varias semanas deseando la misma cosa. Señor, eso sí que es un milagro). Y había niños vestidos de pijos, porque a los cuatro años no se puede ser pijo por uno mismo, y niños de chándal, y uno no muy bien puesto al que la ropa le venía grande, acompañado por su hermano mayor, mayor de ocho años, que se quedaba un metro más atrás del trono, como disculpándose. Porque cuando los niños se creen mayores piensan que lo saben todo –aunque en realidad sepan menos que antes–, solo porque un amigo les susurró que Melchor llevaba unas gafas demasiado modernas para venir del Oriente, y entonces comienzan a atravesar una edad muy difícil, que conviene que no dure toda la vida, en la que les avergüenza coger caramelos y creen que sus deseos no merecen ser escuchados.
Y aquella cabalgata de los noventa fue muy bonita, y encima no había tantos padres haciendo fotos con el móvil, chafando la emoción del momento. Y mi Melchor se portó bien y no dio demasiado la vara a los niños con eso de que fueran buenos, porque sabía que ya lo eran. Y podría haber sido perfecta, esa y cualquier otra cabalgata, si hubiéramos comprendido por fin que los regalos que pedíamos no eran para tanto, que ni nos hacían falta ni nos importaban un comino. Y es bueno saber que ninguno de todos aquellos niños que dejaron la carta en mi cesta –los del chándal, los príncipes destronados, los esmirriados, los gorditos, los solitarios–, ninguno recibió aquella noche lo que deseaban, aunque sobre sus zapatos estuviera completo el pedido que habían escrito. Porque al final ninguno sabía lo que quería, ni ese año ni al siguiente, ni ningún otro. Hoy, por ejemplo, caigo en la cuenta de que el regalo que tuve aquel día de Reyes fue ser paje, bueno, paja. Sin más.
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