Escucho por la radio que son demasiados los que antes de ir a trabajar necesitan tomarse un ansiolítico. Y eso sin contabilizar los que aplacan el dolor con analgésicos, o los de la copa para aguantar la jornada, o los que van al trabajo arrastrándose y regresan a casa, hechos una piltrafa, para derrumbarse en el sofá hasta el día siguiente. Parecidos males afectan si te dedicas a las tareas domésticas, o si estás al cuidado de alguien, si te encuentras en el paro, o ya jubilado, o solo solísimo, sin saber a qué se debe ese malestar que siempre está ahí.
Tenemos tantos problemas que 365 no son suficientes para dedicarles su día mundial a todos. Incluso se ha hecho un hueco en el calendario para “celebrar” el día del dolor. Cuando eres joven, el dolor es el síntoma, pero con el tiempo se convierte en el diagnóstico. Siempre duele algo: dolores antiguos, que son ya parte de tu forma de percibir el mundo, de subir una escalera o de cruzar las piernas al sentarte, y luego esos dolores nuevos, que son los que asustan, que irrumpen como el charlatán de la barra del bar, y que confías en que se larguen lo antes posible.
Poco a poco se van pasando los años de la soberbia, en los que crees que podrás controlar tu cuerpo comiendo lechuga u obedeciendo a la pulsera que cuenta tus pasos, esos años en los que acudes al médico como al FMI, suplicando que te reprograme para volver al kilómetro cero. Con el tiempo, sentirse mal pero no tan mal, o bien pero no muy bien, es la mayor aspiración. Se pueden hacer muchísimas cosas, aunque estés pocho, eso es un hecho, porque si no el mundo se habría ido por el desagüe hace siglos.
Leo también que casi la mitad de los escolares está triste, y me pregunto cuándo la tristeza se convirtió en plaga, y si no tendremos algo de culpa los mayores y esos malditos libros de sea feliz en ocho días. Se proclama que todos tenemos derecho, y casi deber, de ser felices, pero luego resulta que la mochila pesa, y las clases son aburridas, y las parejas se rompen, y en la cola del super se cuela la gente, y encima te duele la espalda.
Con el dolor alojado en el lomo, o con esa felicidad que añoramos como Adán a su costilla, llega el lunes, el otoño y el año siguiente. El ritmo normal, entre el sobresalto y el aburrimiento, que marca la rutina. Y la dosis de cuidados paliativos, tan importantes para la dignidad de los verdaderamente enfermos, y tan necesarios para cualquiera. ¿Qué necesitan, muchos de los que llenan la sala de espera del médico? La receta, sí. Pero también la palabra, ese soplo invisible sobre la herida.
La vida, “está repleta de enojos, preocupaciones de todas clases, penas sin número, enfermedades de muchas formas dolorosas, y, en fin, tantas clases de males, que nadie podría enumerarlos”, tal como escribía Nathaniel Hawthorne en su preciosa recreación del mito de Pandora. Pero también en esa caja maldita habita un hada minúscula: “A veces me volveré invisible a vuestros ojos y os parecerá que me he ido para siempre. Pero, quizá, en el momento menos pensado, veréis el brillo de mis alas en el techo de la casa.”. El dolor ahí sigue, pero también la esperanza.
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