domingo, 3 de marzo de 2019

En el parque

Los plátanos siguen pelados y se ven los nidos, como marañas trabadas entre las ramas. Pero hace sol y la gente queda otra vez en el parque. En el montículo se reúnen los perros, y también los niños raros que se escapan de las zonas de juegos para esconderse entre los arbustos. Por el camino, un abuelo pasea a su nieta en la silla, y le repite un cuentecillo sobre un bebé que por fin deja el pañal, porque se ha hecho grande, y ya le toca jugar con los otros en el arenero.

Hay ganas de columpio, de subir a lo alto de la araña y de descalabrarse por el tobogán, y los padres también se quedan como atontados, despreocupados por un rato de sus hijos, que por fin están entretenidos sin la pantallita. “Tú cavas un hoyo junto a un árbol, y ahí lo metes, como un tesoro”, le dice el padre a un niño que se emperra en llevarse una piedra y una castaña de indias. “Que no es una culebra, que es un gusano”, dice otra. Y así.

El jardinero está recortando los setos, por hacer algo, porque el suelo está seco como una suela y no está claro que el semillado del césped y los pensamientos que se pongan ahora prosperen. Es una falsa primavera, pero los vecinos se escapan de casa y pasean igual, sea verdadera o de mentirijillas. En las canchas se concentran los chicos del barrio, los de menos de doce a primera hora, antes de que los adolescentes les fulminen con la mirada y les inviten a largarse. El futuro en torno a un balón, sudando por dentro, con caras muy rojas y manos muy frías, porque quieras que no estamos todavía en invierno; seco, pero invierno. Los que ya no van a ser Messi y siguen haciendo vida callejera se quedan a unos metros, sentados sobre los respaldos de los bancos, compartiendo móviles. Chicos y también chicas sin horario, que hablan alto, se enfadan entre ellos y se carcajean a partes iguales. Beben cola y energéticas baratas, y también otras cosas, que mezclan con cheetos y regalices. Son pequeños para el mundo grande que acecha fuera, aunque algunos ya han entrado en la nueva sala de apuestas, con el luminoso más brillante de todos los locales que rodean la plaza. Los chicos de barrio siguen en el parque de su niñez, mientras que los adolescentes más protegidos están en extraescolares, y se concentran en coger un pedo único el viernes o el sábado.

Junto a las mesas de madera en las que la chavalada celebra sus cumpleaños con botellones de Mercadona, hay un caminito reservado para los que van despacio, los más viejos del barrio, que tienen más miedo de caerse que de sentarse al lado de un porrero. Sus piernas torpes, sillas y muletas agradecen la planicie del sendero, y como una vez llegan no tienen prisa eligen bien los bancos. Estos días se sientan en los que da el sol, y con el calor se irán a los que corre el aire y con vistas a la avenida, por la que van y vienen gentes y coches pendientes del reloj.

Hay un tío de treinta en chándal con la gorra del revés, sentado despatarrado en un poyo. “5000 pavos me han jodido”, dice a alguien por el móvil. Unos pasos más allá, una quinceañera, preciosa, con ropa de verano, mira con ansiedad el wasap. Alguien no llega a tiempo, y cuando se vaya el sol, caerá de golpe el invierno en el parque. Pasa un señor con un perrillo, que se acerca a las zapatillas de la chica. Le disculpa el amo: “Es que quiere que le saluden. Cuánto le gusta que le acaricien, bueno, como a todos, ¿no?”.



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