domingo, 21 de abril de 2013

Diferencias rocosas

En los cuentos, las ciudades lejanas tenían palacios cubiertos de marfil y piedras preciosas, fuentes que manaban vino y árboles con frutas desconocidas y exquisitas. Eran esas las historias que nos mecían en la infancia, como ahora nos mecen otras, más amargas. Hace poco, hablando con una persona bien informada, se lamentaba, seguramente con toda la razón, del abandono de su tierra. “Y mientras, –me decía– ahí están en Valladolid, derrochando el dinero de todos. Si será la cosa que me han contado que para pavimentar una sola plaza han empleado no sé qué losetas de una piedra que cada una cuesta una cantidad indecente de dinero”. No sé qué cifra dijo, indecente desde luego, y no sé si cierta, porque no hay quien eche la vista cinco, diez años atrás, sin quedarse efectivamente de piedra de lo que se gastaba. Pero lo que se quedó meciendo mi oído fue esa versión algo torpe de la leyenda de siempre, de que en otra tierra mana la leche y la miel. Solo que ahora acariciar esa posibilidad, bastante remota y casi siempre irreal, no conlleva ya la esperanza de una meta a alcanzar, sino el odio y el deseo de que haya un culpable de todo cuanto nos hace sufrir.

Yo cogería a mi interlocutor y buscaríamos juntos esa plaza mítica, a ver si los vecinos que cada día la pisan se sienten privilegiados por ello. Le llevaría de paseo por esta ciudad que puede ser rica en burocracia, pero que tiene más pobres (así, a lo bruto, por número lo adivino) que ninguna otra de la región. Ahora que los brillos han desaparecido, Valladolid vuelve al “polvo eres”. Vuelve a ser un ordenado páramo, en el se compactan la arena y nacen los terrones, pero huérfano de esas piedras fenomenales con aroma a granito Guadarrama que tenemos en Segovia, que emergen o se sumergen según la vegetación de cada estación y que nos hablan del pasado indómito de esta tierra. Segovia nació sobre granitos, pizarras y cuarcitas, y Valladolid llegó tarde y se quedó las miguitas de la mesa, las calizas, los pedernales y los yesos, los humildes obreros de la mineralogía.

Si el mundo fuera Segovia y Valladolid y a partir de ahí sólo quedaran las estrellas enanas, podría pensarse que esta diferencia rocosa, y no aguantar la monserga sobre si hay o no sentimiento regional, justificaría la segregación. Mas, si somos consecuentes, siguiendo el mismo argumento abandonaríamos Valladolid, pero tendríamos que ajuntarnos con la Cabrera leonesa y el Aliste zamorano, vía pizarra; con Ávila y Salamanca, por la alianza del granito, con algún bordecillo de Burgos y Soria, por cariños calizos... Quedaría así Valladolid flotando, como un huevo frito en medio de la meseta.

“Puede decirse, de forma rotunda, que Valladolid es la provincia más pobre en minerales”. Eso lo he encontrado en Internet, y lo dice un experto geólogo vallisoletano en un ataque de sinceridad de enorme mérito, porque el hecho de que su tierra carezca de lo que ama no le ha llevado a envidiar ni a despreciar a la de al lado. Hartos como estamos de gentes que cantan una y otra vez las excelencias y los privilegios que se merece su ciudad, su pueblo, su barrio o, aún más privativo, su propia casa o su misma mismidad, yo creo que este hombre debería ser premiado con una dirección general; qué digo, con la presidencia de la interplanetaria en su totalidad. Con gente como él, y con una buena piedra como punto de apoyo, te digo que movemos el mundo.







Pie de foto: Meto unas fotitos, la primera de granito de Villacastín, la segunda de pizarra de Bernardos, y la tercera de caliza de Campaspero.

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