domingo, 23 de agosto de 2009
Hasta luego, Fernando
Esta no es una entrada típica, pero siento que es necesaria. Se ha muerto Peñalosa. Sabíamos que estaba malo hace tiempo, pero él seguía persiguiendo imágenes por las calles de Segovia, sin ahorrar ninguna sonrisa ni saludo a los muchos, muchísimos, que le conocíamos. Me parece extraño que ya no nos volvamos a cruzar con él, porque formaba parte de la ciudad, como la fuente de las Sirenas o el kiosco de la Plaza. Se me hace raro pensar que ya no nos vaya a volver a despedir con su sencillo "hasta luego, majos". Un abrazo para su familia, para sus hijos, para todos los que le quisieron. Descanse en paz.
viernes, 14 de agosto de 2009
Lo que la autovía se llevó
Todos los años que fui “chica Horizonte”, más los años que me pasé yendo en autobús a Valladolid –en domingos que en el recuerdo me aparecen lluviosos y viernes mucho más soleados–, tenía un único deseo: “teletransportarme”, no perder ese tiempo absurdo que separaba el lugar donde estudiaba o trabajaba de Segovia. A tanto no hemos llegado, pero ahora con la autovía es media hora menos de coche, y se agradece. También está el tren veloz, tan cosmopolita, neutro y civilizado. En Valladolid está a un paso, en la estación de Campo Grande, la típica construcción de RENFE con ladrillos rojos y encalados blancos. En más o menos media hora te encuentras en Guiomar, esa aparición marciana vecina de la ermita de Juarrillos, y conviene no retrasarse en la bajada porque Segovia es algo así como una meta volante. Entre viajeros solitarios concentrados en sus ordenadores portátiles, sientes por fin que es verdad, que ya estamos en el siglo XXI. A mí este tren me recuerda a “Bienvenido, míster Marshall”: es como una estela brillante que atraviesa la tierra sin tener nada que ver con ella. Me acuerdo que, tras mi primer viaje en el TAV, alguien me preguntó que cómo se veía el paisaje y tuve que admitir que, entre la velocidad, el documental de la selva de Borneo, el encajonamiento de la vía, las vallas y la neblina del amanecer, no me había enterado de nada.
Tren aparte, la carretera es el nexo principal entre ambas ciudades. Y digo ciudades, porque la autovía, con todas sus ventajas, implica una depuración visual del territorio: ahora todo es tierra, y los pueblos aparecen de perfil, recostados en las vías de servicio. Los tramos de autovía y rotondas varias se fueron abriendo poco a poco, y así los habituales tuvimos la posibilidad de ir despidiéndonos de cada lugar. Un domingo ya no paramos a tomar café en el merendero que había bajo una alameda, a la entrada de Santiago del Arroyo; otro, dejamos de pasar al lado de Basilio Herrero; abandonamos también Arrabal de Portillo, donde cogíamos de cuando en cuando amarguillos; se escondió Pinarejos, y la casa a pie de carretera con su primoroso viñedo, y ya al final, quedó atrás también Roda de Eresma y sus adosados. En los últimos tiempos, la única huella sentimental que me queda en el trazado es un bello caserón abandonado, a la altura del pinar cuellarano, al que no le ha quedado otra que envejecer a pocos metros de la autovía.
Por unos días este verano he tenido que regresar a mis orígenes, al autobús de línea, pero no el directo, sino el de recorrido, que es el auténtico (eso sí, sin parada en El Henar, porque no había cogido bocadillo, y sin hacer pis en Cuéllar, cosa que en tiempos sí era posible). Cuando uno deja de ir a un sitio parece que ya no existe, pero ahí estaban ocupando sus asientos, como hace casi quince años, matrimonios mayores que van al especialista, señoras con bolsas, chicos y sobre todo chicas jóvenes. Más mujeres que hombres, igual que ocurre en los autobuses urbanos y, como nuevas incorporaciones, inmigrantes que viven en pueblos y se trasladan a la capital a trabajar o a intentar trabajar. Los autobuses son mucho más modernos y cómodos, y el aire acondicionado es tipo siberiano, pero la banda sonora permanece fiel a Cadena Dial, M-80 y el rollo futbolero.
Lo bueno del autobús de recorrido es que la ventanilla vuelve a tener interés, cosa que no ocurre ni en la autovía, ni en el tren veloz. Te enteras de que por la noche ha habido fiesta en Navalmanzano porque hay chavales amodorrados esperando en la parada, y deduces por el olor a cebolletas que la señora que baja en Arroyo va preparar gazpacho en cuanto llegue. Observas cómo el tiempo se detiene en algunos pueblos, mientras que en otros, como Sanchonuño, parece volar (la estampa de la barquita amarrada en la cuidada laguna de la entrada poco tiene que ver con la zona que fue años atrás). Además, está el aliciente de que, si te aburres, puedes ir contando todos los carteles del “Plan E” que festonean el recorrido. Queda claro que, si quieres saber algo de un sitio, la rapidez y el aislamiento que propician los modernos medios de transporte son nefastos: he aquí los males de contar con coche oficial, rápido y encima con cristales tintados.
Tren aparte, la carretera es el nexo principal entre ambas ciudades. Y digo ciudades, porque la autovía, con todas sus ventajas, implica una depuración visual del territorio: ahora todo es tierra, y los pueblos aparecen de perfil, recostados en las vías de servicio. Los tramos de autovía y rotondas varias se fueron abriendo poco a poco, y así los habituales tuvimos la posibilidad de ir despidiéndonos de cada lugar. Un domingo ya no paramos a tomar café en el merendero que había bajo una alameda, a la entrada de Santiago del Arroyo; otro, dejamos de pasar al lado de Basilio Herrero; abandonamos también Arrabal de Portillo, donde cogíamos de cuando en cuando amarguillos; se escondió Pinarejos, y la casa a pie de carretera con su primoroso viñedo, y ya al final, quedó atrás también Roda de Eresma y sus adosados. En los últimos tiempos, la única huella sentimental que me queda en el trazado es un bello caserón abandonado, a la altura del pinar cuellarano, al que no le ha quedado otra que envejecer a pocos metros de la autovía.
Por unos días este verano he tenido que regresar a mis orígenes, al autobús de línea, pero no el directo, sino el de recorrido, que es el auténtico (eso sí, sin parada en El Henar, porque no había cogido bocadillo, y sin hacer pis en Cuéllar, cosa que en tiempos sí era posible). Cuando uno deja de ir a un sitio parece que ya no existe, pero ahí estaban ocupando sus asientos, como hace casi quince años, matrimonios mayores que van al especialista, señoras con bolsas, chicos y sobre todo chicas jóvenes. Más mujeres que hombres, igual que ocurre en los autobuses urbanos y, como nuevas incorporaciones, inmigrantes que viven en pueblos y se trasladan a la capital a trabajar o a intentar trabajar. Los autobuses son mucho más modernos y cómodos, y el aire acondicionado es tipo siberiano, pero la banda sonora permanece fiel a Cadena Dial, M-80 y el rollo futbolero.
Lo bueno del autobús de recorrido es que la ventanilla vuelve a tener interés, cosa que no ocurre ni en la autovía, ni en el tren veloz. Te enteras de que por la noche ha habido fiesta en Navalmanzano porque hay chavales amodorrados esperando en la parada, y deduces por el olor a cebolletas que la señora que baja en Arroyo va preparar gazpacho en cuanto llegue. Observas cómo el tiempo se detiene en algunos pueblos, mientras que en otros, como Sanchonuño, parece volar (la estampa de la barquita amarrada en la cuidada laguna de la entrada poco tiene que ver con la zona que fue años atrás). Además, está el aliciente de que, si te aburres, puedes ir contando todos los carteles del “Plan E” que festonean el recorrido. Queda claro que, si quieres saber algo de un sitio, la rapidez y el aislamiento que propician los modernos medios de transporte son nefastos: he aquí los males de contar con coche oficial, rápido y encima con cristales tintados.
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