lunes, 14 de marzo de 2022

La ciudad partida

 Leo con atención las informaciones sobre dónde viven los ricos y los pobres de Valladolid, que no son los ricos más ricos ni los pobres más pobres de España, pero cada uno se compara con el vecino. Distribuidos por barrios, parece que unos y otros se colocan dóciles en el tablero de la ciudad, como si obedecieran las reglas de aquel Monopoly “ciudad de Valladolid” que hace años se vendía en las jugueterías, aunque sin dinero ni siquiera en el juego del palé podías comprar una casita de plástico. Dicen que Valladolid es plana y uniforme, pero no es verdad, está llena de oscilaciones, y no todas reflejadas en los mapas. Es obvio que está partida por un gran río, que ya serpenteaba por aquí desde siempre, incluso desde antes de que a Felipe II se le ocurriera pasar la tarde viendo cuánto tiempo aguantaba el buzo bajo sus aguas. Otros límites son fruto de las decisiones de sus gentes, fruto de ese progreso que le ha llevado a ser la capital presente y ausente de, por resumir, esta confluencia de destino autonómico. Dicen que la virtud encierra el defecto, y algo de eso ha ocurrido en Valladolid; su ubicación en medio de la meseta, su planicie, facilitó esas brechas que complican su trazado. El canal, el tren, las carreteras, las estaciones, hasta un Campo Grande que creció mecido por la burguesía… son muescas de su éxito y también murallas que marcan el territorio y distribuyen a sus pobladores.


En este mosaico viven los vallisoletanos, y los que aquí nos quedamos un día, todos esparcidos, pero no revueltos, por la ciudad, unidos por espacios de transición que tienen un punto salvaje
y unas precauciones añadidas para caminar de noche, como los puentes, los túneles o las vías del tren. Dos lados que con frecuencia se traducen en el precio del metro cuadrado. La vía del tren es quizás la brecha más profunda. Vivir “al otro lado” es un peaje diario, y es comprensible que muchos no puedan dejar de aspirar al soterramiento: forma parte de su esperanza en una vida mejor. Aunque diga el alcalde que no hay que caminar sobre ilusiones, hay que entender que a muchos no les merezca la pena caminar sin ellas.

De alguna forma el barrio entra en ti, a base de compartir la cola de la panadería, de llevar a tus hijos al mismo colegio, de tomar una caña en la terraza de abajo. Paseando por las calles, mirando las ventanas encendidas al atardecer, te haces una idea de cómo es la vida en los barrios que nacieron obreros y que hoy son pensionistas, adheridos ahora a familias de inmigrantes que rebrotan en los pisos más humildes; los barrios nuevos, crecidos a golpe de hipoteca de funcionarios y autónomos, funcionales y homogéneos; ese engañoso centro, que será barrio rico, pero si echas la vista hacia arriba y casi todo está oscuro: ni casas, ni despachos, solo el cascarón y el local comercial alquilado, con suerte.

Yo no sé el dinero que tiene la gente en sus cuentas corrientes, pero veo los tendederos, y sé que donde hay menos ropa a la vista la renta sube y hay menos niños, porque hay que ver qué vulgaridad enseñar la colada a los vecinos, aunque luego enseñemos el bañador en Facebook. Sí, los barrios pobres tienen más niños, y adolescentes enredados en los parques, y aunque no ganen en renta tienen muchas posibilidades de ser los únicos ganadores, porque el futuro es suyo. Y, además, los nombres más bonitos los tienen las calles de los barrios pobres, nombres de pájaros, de flores, nombres que se pusieron porque eran bellos y no por compromiso de honrar a unos señores u otros, señores destacados que vivían en los barrios pimpantes.

Como de los pueblos pequeños, la mayoría no quiere irse muy lejos de donde nace, porque uno se acostumbra y aprende a apreciar lo que conoce, que es tanto como amarse a uno mismo. Pero bueno, siempre dentro de un orden. Porque a la larga ni a las zonas ricas les conviene languidecer, ni a las pobres endurecerse. Y para eso los muros, los túneles, los puentes, tienen que ser lo más suaves y ligeros posibles, y ojalá que inexistentes.

 

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