Decía Fernando Fernán Gómez que una cosa era envejecer y otra pasar la vejez. Lo primero es el proceso natural en el que todos estamos envueltos, atareados con nuestras cosas y dejando que el calendario avance, y lo segundo, el momento en el que ya no se envejece, sino que se ha envejecido, pasando a ser “alguien diferente” a lo que sentía que había sido hasta entonces.
El artista reconocía que él mismo estaba ya en esa fase, y se preguntaba qué se podía o debía hacer con “este vejestorio, con este carcamal, con este vetusto ciudadano”. Fernán Gómez afrontaba esa etapa de su vida con humildad y clarividencia, que ojalá todos conservemos, pero por la experiencia sabemos que no es fácil que la cabeza acompañe hasta el final.
En Valladolid, como en todas
partes, la calle está llena de gentes que estamos envejeciendo. Un día te pones
gafas de cerca y otro no oyes como antes. Convertidos en operarios de
mantenimiento de nosotros mismos, andamos en plena lucha para conservar la
autonomía, pese a las averías. Camino del trabajo, cada mañana me encuentro una
hilera de convecinos que han madrugado más que yo, para hacerse los análisis en
el centro de salud. La lucha por la supervivencia es hacer cola, pedir cita,
aguardar resultados, sopesar cómo será el día siguiente a la aparición de un
nuevo dolor.
Aun así, estamos en la primera
fase, la de ir envejeciendo. La otra, la de la dependencia, puede llegar, o quizás
no. Es bonito creer que tendrás una vida plena de salud y morirás sin más en tu
cama, pero a veces no es posible, y quien lo ha vivido lo sabe. La residencia
no es una forma de aparcar a los mayores. Significa desprenderse de la vida
conocida y amada, para ellos y para sus familias; y además son caras, y cuestan
más que la pensión media. Tampoco son la panacea, ni esa guardería feliz que
aparece en los anuncios. Los ancianos necesitan ser atendidos, como los niños,
pero, a diferencia de éstos, la meta no es el futuro, porque solo tienen
presente. Cada momento del día tiene un valor enorme en su pequeña rutina, marcada
por las visitas al comedor o el gran acontecimiento de las visitas de la familia.
La lucha entonces es conseguir
que esos “seres diferentes” en los que acabamos por convertirnos sean lo más
parecidos a nosotros mismos. Que la vejez no logre desdibujarnos. En las
puertas de los dormitorios pegan hojas con los nombres y fotografías de cada
residente. El nombre es una bendición particular de cada cual, un escudo contra
la soledad. Con el nombre, se engancha una vida, una historia particular y
única. Tiene un nombre el hombre que llega tambaleándose por el pasillo, con la
mirada perdida y los pantalones caídos, que no recuerda que un día fue director
de colegio. Y otro la mujer agarrada a un bastón y recostada en una butaca, que
tuvo siete hijos y enviudó pronto. Algunos pueden hablar y defenderse por sí
mismos, pero muchos no. Las mismas familias nos sentimos torpes y desbordadas,
y no sabemos qué pensar ni qué pedir, qué es normal y qué no, qué se podría
hacer o qué es imposible. Paga cada mes, pero el residente es el cliente más
extraño del mundo, con casi nula capacidad de exigir y juzgar lo que se le
ofrece.
Esta debilidad requiere una
protección especial. También más luz para conocer todo lo que rodea las
residencias de mayores. Da vértigo, pero necesitamos pensar colectivamente cómo
serán las cosas cuando no seamos capaces de cuidarnos a nosotros mismos, cuando
seamos nosotros, pero diferentes. Acordarlo entre todos, entre los que tienen
años por delante de cotización, en un contexto atroz de pérdida de poder
adquisitivo, y entre los que ya reciben pensión. Porque, como contaba también
Fernán Gómez, “unos sabios me explicaron que, a esta galaxia, después de mi
inexorable desaparición, le quedaban inexorablemente unos cuantos siglos más”.
No puedo creer que los
pensionistas sean unos egoístas insaciables dispuestos a consumir en su
beneficio los recursos de las siguientes generaciones, a las que por cierto pertenecen
sus propios hijos y sus nietos. Pero tienen miedo al abismo de esta última
etapa de la vida. Los mayores no necesitan -ni tampoco el resto- viajar al
Machu Picchu ni hacer parapente, pero les vendría muy bien saber que, si algo
pasa, habrá un sitio para ellos, donde se les escuche y se les llame por su
nombre cada mañana.