lunes, 7 de septiembre de 2009

Tradiciones que cambian

Hay quien todavía se piensa que en Valladolid la fiesta grande es el día de San Mateo, o sea, a finales de septiembre. Pues no. Hace unos pocos años lo cambiaron porque impepinablemente llovía, y trocaron al evangelista por la Virgen de San Lorenzo, que pasaba por el mes de septiembre lo mismo que el Pisuerga por ya se sabe dónde. A mi eso me parece una prueba de que las tradiciones, si no van con los tiempos, se pueden y se deben cambiar, y que no pasa nada, al contrario, hay encuestas que apuntan que los peñistas son ahora mucho más felices y cogen menos resfriados.

Como yo llevo un poco menos de quince años, me creía que en Valladolid lo de los peñistas era de abolengo, pero resulta que no, que más o menos nacieron por aquella época, aunque ahora son más de 6.000, se dedican a reventar récord guiness –de número de gente lamiendo helados, inflando globos o chupando chupa-chups– e incluso la peña de más reciente creación, “Mayores en marcha”, para los que superan los sesenta, está promovida por el ayuntamiento. Así que las hordas de personal en plan rebaño, con camisetas de colorines y pañuelos violetas, el color capitalino, se multiplican. También, pese a las recomendaciones del primer edil, siguen viéndose chavales con carritos de supermercados rellenos de bidones de cinco litros, pero no de agua, sino de calimocho, porque ya se sabe que la juventud es bastante refractaria a lo de preservar su salud, porque se cree, en esencia, eterna.

Para un segoviano, algo seguramente llamativo del programa de fiestas de Valladolid es que no está precedido por esa costumbre no sé si ancestral de premiar a unas chicas seguramente guapas, sanas y universitarias con un reinado o damiselado del festejo, vestirlas y maquillarlas como si tuvieran quince años más y obligarlas a contestar cuestionarios que Espinete rechazaría por absurdos. Después del saludo del alcalde, el programa entra a saco, y eso significa multiplicar el de mi tierra casi por diez, más o menos en relación a la población. Hay que buscar con lupa a los gigantes y cabezudos, que a mí me molan pero veo en preocupante caída libre: en tiempos había que madrugar para verlos, ahora en Segovia salen un par de veces hacia las doce y en Valladolid aparecen a las seis y media de la tarde, así que o se sindican o pronto serán carne de centro comercial. Hay verbenas y conciertos de los caros en la Plaza Mayor, y gratis. Hay una cosa multitudinaria que se llama party dance con chicos y chicas, a medio camino de el Circo del Sol y Locomía, que bailan los ritmos de pinchadiscos con nombres raros. Hay un ferial junto al estadio bien montado y bastante ordenado, sin ese étnico mercadillo paralelo que se monta en Nueva Segovia. Hay fuegos artificialesbastantes noches, y verlos estallar sobre el marco del río y sus puentes de verdad que me emociona.

Y los toros. Durante estos días, las terrazas de los bares que rodean la plaza, tranquilos remansos de familias con niños forofos de la fanta y las patatas fritas, se ven invadidas por aficionados normales con cojín y también amplias muestras del pijerío local con overbooking de ositos de Tous y la CH de Carolina Herrera. También hay algunos números de la policía, pero no para proteger a los toreros de Jorge Javier Vázquez, sino para desanimar a los de la reventa, que siguen apostados a las puertas de la plaza con aire de “pa chulo, yo”.

Aunque últimamente ha perdido fuelle, unida desde hace 75 años a las fiestas está laFeria de Muestras, que en tiempos era escaparate de novedades internacionales y que hoy, cuando la tecnología más puntera te la venden los kiosqueros con el periódico, no sabe muy bien cuál ha de ser su camino. Este año había una propuesta interesante, llevar a los niños disfrazados de vaca y participar en el sorteo de leche para toda la familia durante un año.

Lo que pocos se pierden, porque además está incluido en el contrato laboral, es la Feria de Día. La cosa empezó con las casetas regionales, en las que dicho sea de paso la de Segovia es de las más visitadas, y desde hace unos pocos años más de cien bares y restaurantes sacan sus propias casetas a las calles. Como en Valladolid lo de acompañar la caña de pincho es un capricho de pago, 2,50 euros por tapa y vino les parece bastante ajustado. La tapa de moda de este año es “Obama en la Casa Blanca”, que lleva hojaldre, setas, patatas y un huevo. A veces te ponen un pincho exquisito y merece la pena; otras es una chorradilla sin más y sale caro. Al final, la comida es lo de menos, el espectáculo es observar a los grupos de compañeros de trabajo haciendo la obligada procesión por las casetas, e intentar averiguar quién es el que sistemáticamente se escaquea de pagar la ronda. Si es que en seguida se les nota…

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