En los primeros mapas que estudié en el cole venía todavía Castilla la Vieja y Castilla la Nueva hasta que un buen día desplegaron otro y tuvimos que reaprender las regiones, perdón, las autonomías. En realidad, no cambiaba tanto: la nuestra seguía siendo esa mancha amarilla que quedaba en tierra de nadie, a caballo de unos y otros. Ahora los niños salen de la escuela agitando banderines con el pendón dibujado y cantando la “Tía Melitona”; hasta les enseñan a bailar la jota, con lo que ya superan las calificaciones regionalistas de sus padres. ¿Es bueno, es malo, habrá en el futuro ciudadanos más libres y comprometidos con sus semejantes? No lo sé.
Con Villalar recupero una foto que tenía guardada hace tiempo de las puertas del panteón de La Colegiata, en San Ildefonso. En ellas están labrados los leones y los castillos, ajenos a cualquier reivindicación, sólo para acompañar el reposo de los huesos de Felipe V. Otra foto más, para los vivos: el menú para llevar que ofrece un restaurante de la Acera de Recoletos. No es barato, pero Villalar es una vez al año, y seguro que está más rico que la pizza barbacoa.
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