El problema de odiar al turista es que una, alguna vez, pocas, también es turista. Con culpabilidad, porque conozco las consecuencias de serlo. La mayor parte de los turistas van como rebaño por el cordel, todos a una hasta alcanzar el mismo objetivo (hay tres o cuatro metas volantes, no más, no se engañen). El problema es la visión periférica. Recuerdo a una señora mayor tendiendo un par de bragas, en un caserón frente a la ría, en Oporto. Bajo su ventana, había un enjambre de turistas, apiñados en las terrazas de restaurantes caros. La vida normal acaba por ser un elemento discordante en nuestra fiesta, y está sentenciada.
El turismo a cascoporro se está convirtiendo en una verdadera plaga. A la vez, complicada de encarrilar, porque su avance exponencial es, en cierto sentido, democrático. Se ha encendido el deseo de viajar, que es un gran negocio; ahora, hay que poner orden. Difícil, porque lo de atraer solo “turismo de calidad y espaciado cuando yo diga” es muy complicado. La fórmula general es el “turismo mercadona”: para hacer caja, hay que vender muchas unidades.
Oigo que en Barcelona o San Sebastián ya no reciben a los turistas con los brazos abiertos. Quizás ellos poseen otros recursos para sobrevivir, más allá de la belleza. Para una ciudad ser solo guapa es un poco pan para hoy y hambre para mañana. Los sitios tocados por la varita mágica del turismo convierten en calabaza su oportunidad de ser lugares normales; o ninguno ha logrado, por ahora, escapar de ello.
Que Valladolid no sea una ciudad turística, o que al menos no dependa de ello de una manera principal, creo que no es mala cosa. Hace más fácil la existencia a los que vivimos en ella, y frena un poco el amodorramiento que supone una economía perezosa, centrada en engullir rentas de locales y pisos turísticos. Tampoco se puede elegir tu destino. Valladolid empleó muchos años en avanzar “como centro comercial e industrial y nudo de comunicaciones ferroviarias y por carretera”, como se describía la ciudad en una guía turística de los años setenta. En este proceso, dejó manga por hombro su centro histórico, y hoy es casi imposible hacer una foto de un edificio -los tiene, valiosos y bellos- sin sacar cuarto y mitad de una torre de viviendas.
Quizás esto explica que una construcción “nueva”, para lo que se estila en la tierra de los castillos, como es la Academia de Caballería, se esté imponiendo a golpe de telediario como el icono de Valladolid. A su favor hay que decir que es de los pocos edificios exentos, sin pegotes adosados, y que tiene un cierto aire romántico que conecta bien con esa idea del Valladolid burgués, de capital en medio de la meseta. No es la historia sino los vallisoletanos los que lo han encumbrado.
La mejor encuesta de los edificios importantes de Valladolid no está en Wikipedia, sino en el Todo a Cien de mi barrio, que solo admite superventas. Se puede elegir entre seis llaveros: la Catedral, la Antigua, el Ayuntamiento, la Universidad, Caballería y, por supuesto, el escudo del Real Valladolid. Los compramos los de aquí, porque a mi barrio turistas, lo que se dice turistas, llegan pocos. Una vez encontré a cuatro chinos extraviados, que no buscaban el Museo Oriental, que es precioso, sino El Corte Inglés. Sería un fallo del Google Maps, porque los chinos lo traen todo planificado, y en siete días visitan España y Portugal y hasta les sobra una hora en el aeropuerto.
De Valladolid escucho más que es una ciudad cómoda que una ciudad guapa, y creo que eso no es malo: le ayuda a estar viva. Es mejor conocerla por casualidad, porque los mejores viajes son los que surgen, sin plan ni expectativas. Vas a una historia de trabajo y te encuentras un miércoles por la tarde tomando unas tapas. Acompañas a tu hijo a un partido y haces tiempo dando una vuelta por el Campo Grande. Quedas con un colega en la Plaza y te pierdes buscando herramientas en el escaparate de Villanueva. Turismo accidental. Sin guías, ni rutas, ni “experiencias” que cumplir. Perdiendo el tiempo, básicamente.